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TOLEDO

Uno ha de ir a Toledo para poder palpar el pulso frío, austero, de España. Pulso escondido quizá, pero nunca muerto. Pulso que como sus edificios permanece, impasible al devenir del tiempo y de la historia, pétreo contra el cielo azul, rasgándolo para hacerse celestial ya en lo terrenal, penetrando el velo de lo material con anhelo de eternidades.

Sus iglesias fueron testigo un día lejano del repicar de campanas que seguramente acompañaría el momento en que, entre sus muros, se alumbró España para la eternidad, cuando Recaredo abrazó la fe católica y dio a España una entidad real con un fin concreto, con una teleología, con una misión: la Cruz.

En Toledo se percibe el nervio de España, delgado y duro como su acero; templado y flexible, afilado y brillante. España nació para regir, para liderar con espada espiritual y palpitar destinos para el mundo. Con visigótica austeridad, con romana racionalidad, con íbera pasión. España sueña rumbos para el mundo y por eso todo el que quiera suplantar su papel histórico y marcar los destinos espirituales del mundo necesita una España débil y dependiente. Una España doblegada y vil, que pueda ser campo de pruebas de ingeniería social de los que quieren marcar hoy los destinos del orbe, destruyendo la obra que levantaron el amor, la verdad, la belleza y el bien. España nunca fue ni será perfecta, pero siempre ha querido serlo.

España es Santa Teresa de Jesús quemando la vida por una misión, San Juan de la Cruz místico, Pelayo a la intemperie, Don Juan de Austria con su honor, San Ignacio de Loyola con su nervio, San Josemaría fiel y detallista, San Francisco Javier cruzando el mar para llevar la Luz de Cristo, sus mártires regando de vida el suelo derramando su dolor de sangre y haciéndose Cruz, Recaredo reconociendo una bandera espiritual y un destino que une pueblos; es Ysabel y Fernando, el Yugo y las Flechas, los destinos de un pueblo reunidos en una misma dirección: la Ciudad Divina de la que habló Agustín. España es Dios y el César. Dos Espadas. Dos Imperios.

Dios y el César separados pero amantes. Un César que no es Dios, pero trabaja para Él construyendo la Divina Ciudad, enfrentando sin cuartel a la Ciudad del Hombre. Un César que no es propietario de la bandera espiritual a la que ha jurado lealtad, sino que es siervo de la Cruz. Y eso no va en detrimento de España como muchos piensan, porque eso es España misma.

En Toledo se aprecia todavía el pulso débil, pero en lucha de esta España que sueña destinos para el mundo, que tiene alma de líder, que ansía ser Luz de las Naciones. En el frío invierno toledano se aprecia ese fuego que aviva sin quemar el alma de todo español, ese fuego frío y austero que alimenta su tesón. Porque ser español es quemar la existencia por la esencia. Dar la vida por la misión que constituye la razón de ser de nuestra patria: Cristo.

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