Este artículo es una revisión del relato presentado para el concurso «Relatos sobre la despoblación» de la Fundación de Escritura Fuentetaja en octubre de 2018.
Nunca fue una aldea llena de vida. Aun cuando hubo niños jugando en los campos y misa los domingos, las amplias alas de la muerte se habían cernido sobre el espíritu de aquel pueblo. Era un secreto a voces. Quedaban pocos, demasiado pocos para remontar. Ese recóndito lugar estaba muerto desde hacía décadas, sólo que nadie quiso reconocerlo.
Morro temblaba agónico junto al hogar. El anciano dueño lo miraba sentado en el suelo, a su lado, con expresión inescrutable difuminada por las sombras danzando a merced de un débil fuego a punto de apagarse. Es un perro viejo. Ambos lo somos, pensó rumiando tabaco. Perros viejos, cosidos por las cicatrices de la caza, el campo, el pastoreo, la vida. Acarició con cuidado las orejas del animal, marcadas por mil alimañas con las cuales se había batido, su lomo cubierto de costurones. Era el último de su camada. Como él mismo. Ya sólo se tenían el uno al otro. Su mano tembló.
Se habían quedado solos en aquella casa, su hogar, muchos años atrás.
Primero fueron los niños. No sólo los de los vecinos, los suyos también. Los jóvenes no querían ser marulos. Querían oficinas, coches, ordenadores. Jaulas de hormigón donde olvidar sus raíces. Luego el pobre páter se mató en aquellas peligrosas carreteras yendo a dar extremaunción. La diócesis nunca mandó a nadie a substituirlo, ni se preocuparon cuando el campanario se vino abajo. Después envejecieron todos, claro. Un mal día la chimenea deja de humear y llegan los herederos, hienas de ciudad, buscando afanarse cuanto pudieran del difunto.
La última fue ella, tan generosa. Incluso al marchar le dejó un regalo. No había visto a sus hijos en años, ni los volvería a ver desde el entierro. Decían vivir demasiado lejos, le llamaban para ofrecerle asilos, esquinas donde aparcar a quien estorba. No. Él ya tenía su ataúd, llevaba casi una década viviendo en él. Había nacido entre aquellas paredes y era donde iba a esperar, con Morro y su tabaco, a la muerte.
Pero el perro era viejo, el tiempo jugaba en su contra. Jugaba en su contra, menuda estupidez, pensó. El tiempo juega siempre en contra de todos. El animal casi no se movía. No tardaría mucho en marchar y entonces sí estaría sólo. Notó una lágrima pasear por los surcos tallados en sus mejillas por la edad. Se tumbó junto a Morro, su fiel lebrel ciego, sordo, gotoso, el último de su camada y lo abrazó. La muerte nunca había preocupado al anciano, pero ahora abrazaba al perro como un chiquillo asustado. No temía a la muerte, no. Temía a la soledad, a la espera, al olvido. A ser demasiado viejo para vivir sólo, demasiado joven para morir pronto. A los años sin Morro, dejado atrás por todos.
Entonces, con un crujido, el fuego se apagó. Y con él, Morro.
Ahora sólo quedaba esperar.
Sigue a Víctor Torres en Twitter: @VTorresAlonso
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