A Leoncio García Torres, mi abuelo.
Mi infancia se desarrolló como buenamente pudo entre una ciudad pequeña a las afueras lejanas de Madrid y los veranos tórridos del pueblo extremeño de mis antepasados. Fue una época de mi vida muy feliz. Anhelaba la llegada de las vacaciones para ir al pueblo con mis abuelos. Hasta la absurdez rebelde de la adolescencia, acompañaba a mi añorado abuelo en las labores del campo. A lomos de un burro o de un mulo cabalgaba entre retamas, encinas y peos de lobo detrás del rebaño de ovejas familiar mientras mi cabeza navegaba por horizontes de grandeza del lejano oeste, por los campos atestados de espadachines dispuestos a defenestrar con malas artes al rey o defendiendo España del francés entre la fragosidad mediterránea de Sierra Morena.
De mi abuelo aprendí, como de otra manera no podía ser, muchísimas cosas del campo, del ganado y de las plantas útiles para sanar o al menos dar alivio a las dolencias de las bestias, como él las llamaba. Hoy, cuando salgo al campo, muchas veces sin saberlo o sin ser consciente de ello y otras con la consciencia a toda vela, le homenajeo (linaje obliga) recordando aquellas aportaciones necesariamente sabias. Muchas cosas, como decía, aprendí de mi abuelo, relacionadas con el campo; pero también aprendí, como sólo se puede aprender de nuestros ancestros, muchos valores que la sociedad actual ha ido, con su máquina de generar intereses, fagocitando sin remedio ni solución al menos aparente. Y uno de los valores que a fuego quedó grabado en mi corazón fue el de la palabra dada.
Foto kampfmonchichi
El apretón de manos se conformaba como el rito o el símbolo de esa palabra dada. Pero ese apretón y esa palabra dada no lo conformaba una sola de ellas, sino muchas que, de aquí a nada, en el diccionario de la RAE tendrán la calificación de desus. Porque ya no están de moda sus significados, porque, como dirían los cuñaos o los tontos útiles, están superadas o porque la sociedad transita por trochas distintas a los caminos por los que antaño se transitaba. Esas palabras no son otras que compromiso, confianza y fidelidad, entre otras. Un apretón de manos firmaba un real decreto que comprometía a ambas partes a lo que entre ellas se hubiera pactado. Un apretón de manos contenía en su interior un contrato, dos firmas en el margen izquierdo y la presencia de un notario. Un apretón de manos sólo estaba un peldaño por debajo de la palabra divina. Romper o desairar ese compromiso podía provocar que se abriera el brillo de las hojas cortantes de las navajas de Albacete. Quien sellaba ese compromiso con los callos de sus manos lo aceptaban so pena de ostracismo, descrédito familiar e incluso muerte. Pero cuando un compromiso de tamaña importancia no se regulaba en el soporte aparente del papel tenía una base formada por la argamasa de la confianza, de textura y solidez del hormigón armado. Pues si entre las partes no existía dicha argamasa, los tabiques del compromiso se venían abajo y se diluían arrastrados por la lava volcánica de la infertilidad, del menosprecio y de la falta de madurez para afrontar los hechos. Ambas partes habían de confiar el uno en el otro, como el ciego en el perro, que no en el lazarillo, ya que acreditado queda que en esta tierra patria se inventó la novela picaresca, que no la picaresca en sí (ésa ya lo estaba). Esa confianza no tenía otra base que la tradición de las personas hechas y derechas que bajo el toldo de los valores, las costumbres y los apegos generacionales se aferraban a ella como si la vida, o el mismo honor, les fuera en ello.
Y la confianza se basaba en el principio de fidelidad, como la del matrimonio como Dios manda, pero entre tratantes. La fidelidad no tenía mayor cáncer que el de la desconfianza. Y ser fiel y demostrarlo en cada despertar, en cada conversación o en cada una de las acciones de nuestra vida sentaba la base para que la confianza se acomodara y, por ende, el compromiso ineludible del apretón de manos.
Todo lo anterior se basaba en una Tradición de anclajes recios. Indeformables. Casi indestructibles. Fundamentados en las bases sobre las que se cimentaba la COMUNIDAD donde uno vivía. Y esa COMUNIDAD, con sus luces y sus inevitables sombras, velaba porque esa palabra dada fuera parte contratante del bien común.
Estos ritos, estos gestos y esa fuerza con la que se anudaban los sentimientos de comunidad bajo el apretón de manos callosas de los campesinos se han ido disolviendo por la vorágine de la sociedad posmoderna, empeñada ésta en deshabilitar las costumbres, los usos y las tradiciones ancestrales que forjaron intercambios económicos, nuestra personalidad y nuestra identidad, con el único objeto de crear a un ciudadano desarbolado y sobre todo desenraizado, abandonado a merced de las marejadas de la manipulación. Hoy, tiempos en los que la inmadurez y el infantilismo crónico se enseñorean por las calles de una sociedad que se olvida adrede de ser COMUNIDAD, las palabras que se representan bajo la sombra de un apretón de manos han quedado hechas papilla para que a los impúberes que rondan los cincuenta años no se les haga bola y eviten así atragantarse de Verdad. Y la sociedad, en este caso el Estado, anda empeñado en legislar, legislar, legislar sobre asuntos tan particulares que ofenden al respetable. Y de tanto inmiscuirse nos crean una dependencia que el ser infantil, que desconoce el significado de las palabras compromiso, confianza y fidelidad que engloba el apretón de manos clásico, necesita sentirse protegido de la intemperie, siguiendo, de este modo, jugando tan alegre con sus juguetes (sexuales) como el infante que nunca ha dejado de ser. A pesar de su edad o de su estado civil.
Foto Wastedgeneration
Entretanto, la gente se olvida de tejer los hilos de la COMUNIDAD (para eso ya está papá Estado, que todo lo ve) y de que somos esos enanos que vamos a lomos de los gigantes que nos precedieron. Unos gigantes que entrelazaban sus manos a rebosar de callos y firmaban de esta manera lo que sólo el hombre maduro, sensato y pleno puede suscribir en el seno de una ancestral y, por ende, sabia COMUNIDAD.
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