A principios de la última década del siglo pasado, cuando yo todavía no cobraba y mi padre lo hacía en la querida y añorada peseta, Cobi y Curro se paseaban orgullosos por las calles de nuestro territorio patrio y ninguna burbuja nos había eclosionado en la cara, un servidor cursaba sus estudios en un instituto de enseñanzas medias. Como no podía ser de otra manera, estudiaba letras. Letras puras, se decía.
Tenía una profesora de literatura española, Carmen, que ella misma parecía una obra literaria: voz suave como de tacto de pluma de oca, apariencia sosegada de ratón de biblioteca y un discurso estructurado en octosílabos, como de romances de ciego. Carmen mostraba una acerada pasión en sus explicaciones; pasión literaria, pasión por las historias, pasión por trasladarla, con mayor o menor suerte, a un alumnado que no era otra cosa que un derroche de hormonas del crecimiento adolescente.
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En una de sus clases, una compañera, hoy goza de una excelente reputación a nivel nacional como abogada, le comentó que estaba leyendo «La insoportable levedad del ser», de Milán Kundera, y que no le estaba gustando nada de nada. Carmen sonrió con la cadencia respiratoria de la sabiduría y le contestó preguntándole que por qué lo leía, si ya el título indicaba que era insoportable. A esto, la futura letrada le dijo que no había logrado sacar ningún tipo de jugo a los libros de ficción que había leído y no entendía para qué demonios (eso lo añado yo) servía la literatura. Carmen no perdió el aplomo, no tenía por costumbre hacerlo, y sin eliminar ni un instante de sus labios la sonrisa le dijo que lo más bonito de la literatura era que no servía para nada y eso, eso era maravilloso.
Aquella conversación se me quedó grabada como tantos otros asuntos literarios que Carmen dijo y que he ido aplicando, con mayor o menor fortuna, a mi acervo literario.
A pesar de ser de letras, letras puras, muy puras, también conservo de aquella época conocimientos atesorados en el ámbito de las ciencias, como aquel que aseguraba que el porcentaje de agua en el cuerpo humano es del 70%, más o menos. Y la curiosidad impertinente que siempre ha marcado la saeta de la brújula que marca el Norte me llevó a preguntarme en qué consistía el 30% restante. Llegué a la conclusión que el 30% restante lo conforman las historias. Sí. Estamos formados de agua y de historias. Historias, reales o ficticias, que se encargan de hacernos ver el mundo tal y como lo conocemos; de la misma manera que la mitología clásica explicaba los procesos de la vida y de la muerte a griegos y romanos. Historias que nos intentan hacer cumplir el desiderátum conócete a ti mismo del Oráculo de Delfos. Historias que nos aferran con fuerza a nuestros ancestros para poder mirar con la claridad necesaria el futuro que tras aquella loma se nos viene encima.
Jesucristo acercaba la verdad a quien le escuchaba por medio de parábolas y metáforas de una profundidad abisal; Sócrates, a través de Platón, mediante la mayéutica y sus mitos, como el famoso de la caverna; o Lope, Calderón o Tirso de Molina, entre otros muchos. mediante el entramado de sus dramas teatrales. Esas historias, explicativas de la sabiduría, de las virtudes y también de las más execrables vilezas nos enseñan cómo somos los seres humanos, cómo nos desarrollamos y cómo nos desenvolvemos con nuestros semejantes y, en casos extremos pero probables, con la Naturaleza circundante. Y la mejor manera de llegar a alcanzar dicho conocimiento es mediante la literatura, el cine y el arte que nos narran esas historias esclarecedoras y vitales para nuestra (mísera) existencia.
Es difícil hacer comprender al Homo posmodernus, acomodado en el relativismo de su chaiselongue, acoplado tras el volante del índice Nikei de su vehículo SUV último modelo o acodado al vacío existencial de su freidora de aire, que las historias que deglute en forma de maratón de fin de semana en su plataforma de televisión de pago no son otra cosa que una versión triste, lastimosa y cutre de las tragedias de Sófocles, de las aventuras de Don Quijote o del viaje del héroe descrito por Campbell. Aunque historias al fin y al cabo, ese 30 % del cuerpo que no es agua; eso sí, sin pasar por el maravilloso tamiz que sólo la imaginación aporta a la lectura o la transmisión oral.
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Aquel día, en aquella clase de instituto a primeros de los noventa aprendí, gracias a la fina y elegante ironía de mi maestra, que la vida sin historias contadas o por contar sólo sería ese 70% de agua que se fuga por el sumidero de nuestra inexistencia.
https://javirfdz.blogspot.com/2024/09/la-necesidad-de-historias.html
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