Considero innecesario poner a nadie en antecedentes sobre la nueva polémica artificial creada por los terminales mediáticos de los poderes que mueven el mundo desde las sombras. Un hombre bueno hizo justicia ante los excesos de un depravado. Quien desee más información, que vaya a tuiter.
Sin embargo, a raíz de estos acontecimientos mucha gente se ha dado de bruces con una realidad innegable. Es algo intrínseco al ser humano desde que un mono se bajó del árbol y le metió una pedrada a otro, aun cuando la ingeniería social se muestre testaruda en su intento por ocultarlo: la paz se sostiene mediante la violencia.
O como dijo algún tipo en toga y mejor gladius a mano: si quieres la paz, prepárate para la guerra.
El adecuado uso de la violencia, en tiempo y forma correspondiente, es el motor principal de una sociedad pacífica. Por el sencillo motivo de que ejerce de consecuencia lógica ante el exceso.
Quien haya tenido críos lo sabe, puesto que el comportamiento del niño es la forma más pura de la naturaleza humana. Tanto para lo bueno como para lo malo. Inmaculados aún de las razonamientos abstractos en los cuales ha podido permear ya la ponzoña de ideólogos y falsos intelectuales, la mente del niño actúa acorde a nuestros instintos. Y, ¿qué hacen ellos? ¿Cómo se comportan?
El niño tensa la cuerda, busca límites. Si no los encuentra, sigue tirando, sigue buscando. Acerca la mano al fuego, intenta meter los dedos en el enchufe. Le tira del pelo a la niña que le gusta, pega un manotazo al que le quita el balón. Mientras no encuentre una consecuencia a sus actos, seguirá comportándose por instinto. Así surge esa tendencia moderna de los hijos tiranos: críos sin límites, incapaces de comprender el concepto de acción-reacción. Sin acción-reacción, no existe la responsabilidad.
Y sin responsabilidad, nada diferencia al hombre del niño.
Como decía en puntos anteriores, el uso de la violencia constituye una reacción. Y por tanto, determina la capacidad de acción en tanto quien actúa desea, por propio instinto de conservación, evitar sufrir violencia en sus carnes.
El niño que aparta la mano del fuego porque su madre le ha dado un pescozón no lo ha hecho porque haya comprendido el intrínseco peligro de las llamas y sus perniciosos efectos sobre la piel. Lo ha hecho porque el uso expeditivo de la violencia (si nos paramos a hacer un análisis sesudo, el acción del crío no amerita castigo físico en sentido estricto) ante sus actos.
Elevado a la vida en sociedad, este uso expeditivo de la violencia es imprescindible. Aunque sea denostado y criticado. O, precisamente porque lo es. A fin de cuentas, siguiendo el ejemplo anterior, el crío no deseaba recibir el correctivo en el momento de la maternal lección por más que en los años posteriores sabrá agradecerlo. El hombre adulto, así, entiende que el ejercicio de la violencia es un mal necesario para mantener los engranajes de la sociedad funcionando.
Pero… ¡Ay de nosotros! ¿Dónde están los hombres adultos en nuestra sociedad? Diezmados, aislados, una especie en extinción en un mundo de adolescentes perpetuos donde la responsabilidad es una quimera, una ensoñación. El hombre, seducido por las comodidades de la vida en sociedad, renunció a su derecho de ejercer la violencia. Lo cedió, delegándolo en un ente etéreo, incorpóreo. El Estado. El Gobierno. La Policía…
Olvidó el hombre, por desgracia, que la única paz posible es la que defiendes arma en mano. Que la cortesía, el saber hacer y la educación se marchitan hasta morir en una sociedad sin consecuencias. Que, como dijo Al Capone, que se consigue más con una palabra amable y una pistola que sólo con una palabra amable. Que no hay modales más exquisitos que los de un hombre conocedor de las consecuencias de su descortesía.
Vienen tiempos difíciles.
Será necesario recuperar la violencia como elemento lectivo.
Evitemos que los niños metan la mano en el fuego.
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