Ya es Navidad. Hace frío. Las heladas se han convertido en decoración corriente de nuestras aceras, de las hebras de césped de los jardines y de los lomos de los coches aparcados en la calle. A lo lejos, en la sierra, el manto de armiño de la nieve oculta a la vista las cumbres pedregosas. Comienza el invierno y celebramos la marcha del otoño con el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. El año va tocando la sinfonía de su fin y las valoraciones y los propósitos se sientan a jugar al cinquillo en la misma mesa, sobre el mismo tapete verde y con la misma baraja de naipes.
Son tiempos de comidas de empresa, de cenas familiares, de beber con la mesura del dipsómano. Son tiempos de celebración, de unirse a otras personas con las que compartir el tiempo, la alegría, la esperanza de volverse a ver al año siguiente. Como digo, celebramos, comemos (¡esa gran celebración!), bebemos y todo ello con el fin de pasarlo bien, de hacer aún más grato el bello arte de vivir.
Se decoran nuestras casas, nuestros edificios y las calles dependientes del ayuntamiento de turno con adornos variopintos: luces intermitentes y de colores con la capacidad de confundir la mente y el rumbo del libertino irredento; abundancia de color rojo, blanco y ciertos toques verdes; renos encima de los tejados; elfos de orejas en punta; gordos barbados y abrigados hasta el sarampión y nieve, mucha nieve, copos de nieve falsa en los cristales de las ventanas y de los escaparates, nieve sobre las copas de los árboles de Navidad y nieve, mucha nieve, bajo los patines del trineo del gordo barbado y abrigado hasta el sarampión.
La Tradición marca el día de la Inmaculada o el puente de la ídem, que no de la constitución, como el disparo de inicio para la decoración de las casas, los trasteros y sus aledaños. A día de hoy, ya olvidados de la Tradición, muchas personas comienzan a colocar adornos calzados sus pies con las chanclas veraniegas. No hemos enterrado al mes de octubre cuando los comercios exhiben aderezos navideños. Los turrones en los supermercados comparten anaquel con los helados, las sandías y los albaricoques; los roscones de reyes reinan, que no gobiernan, desde mucho antes que las castañas asadas y a los mazapanes de Toledo les han hurtado la fecha de caducidad. Las luces de las calles las colocan los operarios con manga corta y la operación la observan atónitos guiris con piel de cangrejo y tocados de pelo rubio, que vienen de la playa. Y no ocurre esto por el tan cacareado cambio climático. No. Ocurre por el soterrado cambio antropológico.
Hay lugares donde los vecinos compiten a ver quién coloca las luces más luminosas, los renos más acercados a su tamaño natural (como si vieran renos de carne, hueso y piel a diario) y cientos, ¡qué digo cientos!, ¡miles!, de gordos barbados abrigados hasta el sarampión por todos sitios, por las paredes de los dormitorios, por los muebles de la cocina, por el soporte del papel higiénico. Los vecindarios se convierten en verdaderas trampas para la orientación de las aves nocturnas, de los controladores aéreos y de las aplicaciones de mapas de los dispositivos móviles, capaces de confundir cualquier barrio de la periferia con el Madison Square Garden o con una calle a rebosar de casinos del centro de Las Vegas.
Los fabricantes, los intermediarios y los dueños del último escalón del comercio, todos ellos chinos, hacen desde agosto su agosto particular con la venta de quincalla casposo-navideña. Quincalla de único uso que eclosionan en los barrios de la periferia donde los chalés empotrados e iguales son lo habitual. Esos barrios donde las apariencias de ser o tener lo que uno no es y no tiene son la tarjeta de crédito de uso común entre algunos de sus habitantes. Esos barrios donde las luces tienen que lucir más si cabe que las del vecino de al lado y, de este modo, demostrar así un absurdo estatus que no lleva a ningún lado y hace a la gente infeliz en sus propias y verdaderas miserias.
Y entre tanto gordo barbudo abrigado hasta el sarampión, tanto elfo y tantas luces de colores que nublan la existencia de los vecinos con ganas de aparentar y deslumbran a su vez a las figuritas del Belén, éstos, los belenes, van adquiriendo poco a poco el carácter de especie en grave peligro de extinción. El problema, o al menos uno de ellos, es que los belenes son la representación de un Nacimiento. Y esto, a día de hoy, no se puede tolerar. Los belenes también son la austeridad frente a la opulencia consumista; Jesús nació en un portal sin otro sistema de calefacción que el aliento de una mula y un buey, sin clases de preparto, sin fiesta de baby shower (¡Por Dios!) ni más asistencia que la aportada por las manos callosas de un carpintero. Jesús quiso para su Nacimiento la austeridad del no admitido en posada alguna y de este modo ha sido representado durante siglos en el arco Mediterráneo. Y la austeridad en ningún momento ha estado reñida con la belleza, plasmada ésta en las figuritas de talla impecable que, en sandalias, se acercan a visitar al Niño del pesebre, ni, por supuesto, con el júbilo que acontece por una nueva vida recién estrenada.
En el Belén al Niño Dios tres regalos le llevan: oro, incienso y mirra. A los dioses con forma de niño les traen decenas de regalos a cada cual más caro, más de moda o más espectacular. Al Niño Dios le dotaron de significado. A los dioses con forma de niño les atoran los centros neurológicos del significado a base de entretenimientos vacuos, de regalos estratosféricos y consumismo en vena; consumismo del chusco, del barato, del escasamente elegante. Y una vez perdido el verdadero significado, navegamos a la deriva, con el único afán de ser, o al menos aparentar, más que el otro, el de al lado, aquel a quien se le denominaba como prójimo, bien poseyendo una casa más iluminada o con más decoración que la suya, bien sea con más y más inútiles regalos o bien sea con más comida, y más cara, sobre el mantel de la mesa de Nochebuena.
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