Érase una vez un hombre en un hermoso
y esplendoroso vergel,
un jardín tan bello como ningún otro,
un parque a rebosar de vida
en forma de flores, árboles,
mariposas y pájaros.
Sentóse el hombre en uno de los banquitos
sacando de su fiel y deshilachada mochila
un paquete de galletas rancias;
y disfrutó aquella parada
en la que sus ojos no veían humo ni fuego,
ni sus oídos escuchaban gritos,
ni el suelo retumbaba bajo sus pies.
Alzó su semblante por un momento,
esquivando la sombra de la higuera a su espalda
para que el sol iluminase su semblante encurtido de guerra;
sonrió al fin después de muchos años
y descolgóse el fusil.
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