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Del alma de las cosas

Ruge el fuego en la fragua. El hierro pasa del negro al rojo. Del rojo al naranja. Del naranja al blanco. Se posa sobre el yunque y recibe estoico al martillo. Se sucede el rítmico tintineo de los tres metales en sintonía. No es ruido, sino música. Una canción íntima, secreto compartido entre el herrero y su creación. Un golpe al hierro, dos al yunque.

Cling – cling, clang. Cling – cling, clang.

La música se transforma pronto en otra cosa. Ya no es el ritmo de una herramienta sobre un hierro. Es el latido de un corazón. Suena acompasado, perfecto. Todo lo perfecta que puede ser la obra de un hombre.

El herrero apoya su trabajo (suyo, de nadie más) a un lado del yunque. El tono naranja se va perdiendo, cada vez más frío, más rojo. Podría darle un toque más. Enderezarlo antes de volver al fuego. Balancea el martillo. Se lo piensa. Lo vuele a balancear. Sonríe. Lo devuelve a la fragua. Dudar significa fallar. Lo sabe. Ha hecho bien en no dar ese último martillazo.

Dios no creó a Adán con un último golpe al rojo, sino con su aliento. Suavidad, delicadeza. Vida.

El calor vuelve al hierro y así vuelve el herrero al martillo. La mirada fija en su labor, precisión en los golpes. Un mal impacto dejará una marca indeleble. No puede permitírsela. No si busca acercarse a la perfección. No cuando está creando.

La capacidad de crear es quizá el rasgo definitorio del hombre. Una máquina puede cortar, tallar, ensamblar, atornillar. Puede hacer todos los pasos necesarios para construir algo, pero jamás crear. Una inteligencia artificial puede generar imágenes, desarrollar escenarios, escribir textos. Pero jamás crear. Ninguna IA traerá al mundo un Velázquez. Ningún robot tallará la Piedad.

Quizá se acerquen cada vez más. Quizá. Pero siempre serán objetos fríos, inhumanos. Desprovistos de alma.

Una de las creencias ancestrales de nuestra especie es el animismo. Los objetos con alma. No sólo los objetos: montañas, ríos, bosques. También animales. Pero hoy hablamos de objetos. De objetos con alma.

Porque algunos objetos la tienen. Quizá no como la humana. Si es que existe. Pero sí carácter propio. El viejo coche ensamblado por hombres de gruesas manos manchadas de grasa. La herramienta de labranza pasada de mano en mano, de padre a hijo, cien años de trabajo proveyendo de alimento a una familia. El cuchillo templado con mano firme por el herrero, decenas de horas de trabajo, la mirada fija, el sudor en la frente, la garganta desgarrada por el intenso olor a hierro.

El hombre es creador, decía. Está en su naturaleza. Y la creación no es un proceso mecánico, sino espiritual. Consiste en poner parte de uno mismo en su obra. Imbuir de espíritu un material informe mediante el esfuerzo. Doblegar la naturaleza inamovible de la materia mediante la voluntad del hombre, la fuerza más poderosa de la naturaleza.

¿Cómo no tener alma tras eso?

0 comments

  1. Juan M dice:

    Me ha encantado Víctor, sin más.

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