De acuerdo con la táctica militar elemental, una posición enemiga defendida debe ser asaltada por, como mínimo, una fuerza superior en proporción de tres a uno para disponer de posibilidades reales de éxito. Un pelotón deberá ser atacado por una sección, esta por una compañía, etc.
Es razonable. El defensor juega en su terreno, ha dispuesto elementos estáticos dificultando el avance del enemigo, conoce sus posiciones. Por lo general, quien se atrinchera lo hace sabiendo que, en caso de retirarse, expone el flanco de los suyos. Cualquier pequeña brecha en la línea puede aprovecharse con resultados calamitosos para ellos. La voluntad de luchar, incluso de morir matando, es máxima. Como dijo Sun Tzu: Pon a tus hombres en posiciones sin escapatoria y preferirán la muerte a la fuga. Enfrentados a la muerte, no hay nada que no puedan conseguir […] Los soldados en situaciones desesperadas pierden el miedo.
Algo sabría ese chino de la guerra, la inventó él. O algo así.
Lo dicho: atacar una posición defensiva, una trinchera, es un acto arriesgado. No es una cuestión sólo de valor, voluntad o arrojo. Si lo fuese, las guerras apenas durarían el tiempo de desplazar tropas y España gobernaría el mundo sin oposición alguna.
¿O acaso existe un hombre más valiente que el español?
Así pues, lanzarse contra una trinchera se convierte en una jugada compleja. El combate lo es. Un territorio donde se debe rehuir de cabezas calientes, decisiones temerarias y, en muchas ocasiones, valores, moralidad. Un lugar donde el fin puede (y suele) justificar los medios. Ya habrá tiempo más adelante para encubrir estos últimos. O exaltar el primero. La historia la escriben los vencedores.
Menos en España. Aquí, como somos incapaces de no ir en contra de todo el mundo, la escriben los perdedores. Los del 39, los del 12, los del 14 y una larga retahíla de dígitos cuyo significado algunos sabrán interpretar.
Pero estoy desviándome.
Sucede en la actualidad que algunos han dado a llamar el enfrentamiento (cada vez más polarizado por la obtusa idiocia intrínseca en las últimas generaciones) entre diferentes corrientes ideológicas guerra cultural. Y si bien considero inadecuado el término, acepto su uso por la facilidad con la cual se presta al símil, a la metáfora.
Viene esta larga introducción al tema de la felicitación en redes sociales de VOX por el «día del orgullo». Dejemos de lado por el momento mi opinión sobre quienes expresan en público orgullo por sus inclinaciones sexuales. Expuesto el mensaje del partido centro-moderado al crisol de opiniones anónimas, surgió debate entre usuarios. Entre quienes consideraban que los verdes no debían entrar en el relato, ignorando la presente politización de determinados colectivos; o quienes consideraban necesario enfrentar esa realidad tratando de pescar votos entre los desafectos a la actual deriva identitaria.
Ambas posiciones razonables cuando son sostenidas con argumentos racionales y no emocionales. Cosa, por otra parte, poco habitual.
El problema aquí reside en eso. La racionalidad. Mantener la cabeza fría. Trazar planes a largo plazo. En definitiva, como decía más arriba, la estrategia. Si vivimos en esa guerra cultural ya citada, las políticas identitarias son una trinchera. Una que debemos elegir si atacar. Pero hacerlo de forma meditada. Calculando las previsibles bajas. Los itinerarios, los desplazamientos. Los apoyos. La unidad defendiéndola y la fuerza con la cual somos capaces de asaltarla. Porque, aunque en ocasiones nos neguemos a aceptarlo, el valor, el arrojo, la moral… No son infinitas. Ni siquiera entre españoles.
Empleando de nuevo el símil militar, en mi opinión no se dispone de suficiente entidad para hacer un asalto a esa posición. E incluso teniéndola, ¿los beneficios obtenidos justifican el esfuerzo necesario para tomarla? ¿Qué se pretende obtener luchando en esa trinchera?
Una, además, cuyas defensas son formidables. Los últimos veinte años han sido una enloquecida carrera por convertir el sector homosexual (me niego a utilizar ese mejunje anglo de «LGTBI» con sus doscientas mil variantes diarias) en un feudo del socialismo. Promocionando valores cada vez más extremos entre los jóvenes, inyectándolo a la fuerza en los medios audiovisuales. Pagado con nuestros impuestos, por si lo ya citado no fuese suficientemente ominoso.
La lucha desgasta. De forma especial si se hace a varios frentes. Y los sectores conservadores (intentando huir de la línea izquierda-derecha como definición política) no se encuentran en una situación en la cual se puedan permitir desgaste en enfrentamientos de beneficios inciertos. No disponen de apoyo popular suficiente, le falta entidad. Gente, en resumen.
No cumple con la proporción tres a uno necesaria para asaltar una posición.
.
.
.
.
No sigas a Víctor Torres en Twitter, le han suspendido la cuenta.
Aunque últimamente asoma la patita en Instagram: @vtorresalonso
No Comments