Desde chiquito me encantan los mapas. En mi casa había un atlas, mil veces manoseado por mis dedos infantiles, con el que soñaba con viajes transoceánicos, selvas impenetrables y montañas copadas por nieves perpetuas. Era como poder materializar las aventuras narradas por Julio Verne, por ejemplo, en un libro de puntos geográficos reales, pero no por ello exentos del misterio arcano de la vida. No sólo pasaba mis ojos pueriles por las geografías ignotas de los seis continentes, también buscaba en el tomo que la enciclopedia familiar había dedicado a dicha ciencia toda la información disponible sobre ciudades, pueblos y parajes que soñaba con visitar. De aquellas no había otro modo de recopilar el material con la que se fabrican los sueños. Era parte de mi experiencia vital, de mi propia aventura, de un juego con el que aprender y tener conciencia del mundo que habitaba.
Lo mismo me ocurrió con los diccionarios. Buscaba palabras, significados, etimologías como si de un juego se tratara, como ese juego que practican los cachorros de lince para aportarles la destreza suficiente para lograr cazar el alimento que les mantiene con vida. Un juego que, junto con el de los mapas, he mantenido en la adultez y más de un ser querido se ha quedado estupefacto al solicitarle como regalo de cumpleaños un diccionario de sinónimos y antónimos o, mejor aún, un atlas nuevo y en formato gigante. Pero esa es otra historia.
Cada uno tiene la pedrada que tiene. Yo, entre otras muchas, tengo éstas.
Como decía, los mapas me fascinaban (y lo siguen haciendo) y mis ojos infantiles, igual que veían figuras en las nubes, reproducían gestos o caras en los relieves de las ínsulas, penínsulas y continentes. Y entre todas estas topografías me destacaba el curioso aspecto que tienen las costas de la Península Ibérica. Se decía que España era una piel de toro estirada, y de este modo se nos unía con este animal totémico. Pero yo miraba más allá y veía que de Portugal sólo nos separa una raya dibujada por la cartografía y que todo unido, la Hispania, tenía la forma de una cara humana situada de perfil. La frente, con el pelo iracundo de las rías, era Galicia. El ojo era la ciudad de Oporto. Y la nariz, como no podía ser de otra manera, era el estuario del Tajo en Lisboa. Cierto que la nariz era gongorina y fea, pero nariz al fin y al cabo, que es lo que de verdad importa.
Lo curioso del resultado de esta mi imaginación es ver que el mapa ibérico no se halla mirando hacia Europa, sino que se encuentra orientado hacia el Océano Atlántico y, por ende, hacia América. Porque ese continente es donde la vida nos ha dirigido desde muchos años ha. Hemos mirado tanto a América que sería imposible comprender España (y Portugal) sin ella. Y viceversa.
Los grandes hitos hispanos acaecen en el año 1492. No es baladí que se culmine la Reconquista y se descubra un nuevo mundo en el mismo año. No. Más bien parece un designio divino. Castilla y Aragón se unifican y no se conciben sin la magna conquista americana. Dando lugar, pues, a las Españas de acá y de allá. Porque los virreinatos y luego las provincias de ultramar no fueron de España, sino que eran España. La ciudad de México era más importante cultural, social y económicamente que Madrid, por poner un ejemplo.
Como en todas las etapas históricas hubo momentos oscuros, no se pueden negar ni por supuesto olvidar, pero, a pesar de la resonancia que ahora por intereses políticos se les quiere dar, fueron menos, aunque hicieron mucho más ruido, que los momentos de iluminación (reflejados en hospitales, universidades, la gran gesta del mestizaje, que nos hizo como somos, entre otras). Pero el problema gordo vino después, con las injerencias anglosajonas y europeas que provocaron que los criollos, en franca minoría y pertenecientes a las clases pudientes, se alzaron contra su propio país y lucharon contra los ejércitos realistas, integrados en su mayoría por mestizos e indígenas, insuflada su alma con la idea de continuar siendo españoles. Curioso, al menos.
Y otro problema no menos grave se uniría más actualmente a los ibéricos (españoles y portugueses) que no sería otro que su cambio de mirada. Un cambio de mirada drástico, de ciento ochenta grados. Oporto, el ojo de la península, ya no miraba a ultramar, ya no miraba a nuestros hermanos de Hispanoamérica, ahora miraba y se colocaba para lamer el culo de nuestros enemigos ancestrales, de quienes inundaron con su veneno a nuestras gentes para odiarnos los unos a los otros. Pero no sólo les lamemos el culo colonialista, ellos sí que lo han sido y lo siguen siendo, sino que les regalamos parte importante de nuestra soberanía a cambio de unas migajas en forma de subvenciones o regalías, con la capacidad de generar una deuda con visos de convertirse en impagable y de este modo mantenernos sojuzgados bajo la bota marcial de su poder económico. Nada nos une a un holandés en bicicleta, a un luxemburgués con el bolsillo lleno o a esa joven alemana que se pasea por las gélidas calles de Bonn, y eso que también fueron de España. Sin embargo, puedo hablar de un sinfín de temas y en su lengua materna con un habitante de la Medellín de allende los mares, comulgar en la Semana Santa guatemalteca (declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad) o sentirme como en casa estudiando a orillas del Lago Español en la Universidad de Lima. Y todo ello debido a que tenemos muchísimas más cosas que nos unen que las que nos separan.
Y no estoy hablando de nostalgias imperiales (no se puede tener nostalgia de algo que no has vivido), sino de construir una comunidad fuerte, basada en los lazos que nos fusionan y hacernos valer ante este mundo que por su propio pie se cae. Es probable que esa comunidad geopolítica se convirtiera en el pilar sobre el que sustentarse Occidente entero.
Por desgracia, esto no deja de ser una entelequia o el simple sueño de un niño que se crio arropado por un tomo de geografía de una enciclopedia y las páginas de un atlas, hoy arrumbados al estante del olvido. Y este niño, que descubrió que América nace en los Pirineos, sin quererlo mucho se ha hecho mayor.
Publicado originalmente en El Tábano.
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