Lo siguiente que voy a decir no es para vanagloriarme ni para recibir el aplauso del respetable ni para salir en el autorretrato (me niego a decir selfi) de rigor para colgarlo en las redes sociales. No. Lo que voy a decir lo escribo porque de otra manera las palabras que a continuación vienen no tendrían el menor de los sentidos.
Durante dos días he estado doblando el lomo en Arganda para enviar ayuda a las víctimas de la gota fría (también me niego a utilizar el neolenguaje orwelliano que la llama DANA) de Valencia. En estos dos días hemos estado descargando coches, furgonetas e incluso motocicletas de gente que aportaba los productos que buenamente podían. En estos dos días hemos clasificado y empaquetado ropa, latas de conserva y productos de higiene tan necesarios. En estos dos días hemos flejado palets con miles de litros de agua embotellada, con cartones de leche, con paquetes de pañales, hemos cargado camiones y furgones y hemos sudado a lágrima viva.
Muchos vehículos esperaban con paciencia de santo Job su turno para ser descargados. Una vez llegados al punto de descarga, en un minuto, se vaciaban y dejaban paso al siguiente, y así durante todo el día. Los que allí estábamos nos encargábamos de ello con nuestros brazos, con nuestros riñones, con nuestro corazón. Y el agradecimiento transitaba de un lado al otro, algunos de estos agradecimientos acompañados de lágrimas.
En el ajetreo del polígono industrial de Arganda había jóvenes, muy jóvenes, Grupos de amigos. Familias. Personas anónimas. Españoles. Hispanoamericanos. Tíos con pendientes en toda la superficie de su oreja. Una ignotera con cruz (algunos con el cerebro de un cactus dirán que gamada) colgando del cuello, sudadera con el logo de Terra Ignota y cigarrillo entre los dedos índice y corazón de su mano derecha. Chavalas con la piel tatuada como una alfombra persa. Chicas con pelos de colores llamativos. Cayetanos. Hombres maduros con chándal del Decathlon y barbas a rebosar de canas. Una mujer de unos sesenta años aferrada a un carro de supermercado que, en la tarde del sábado, realizó más de quinientos viajes entre los coches y la nave cargada como un carromato de mulas. Cadenas humanas de brazos firmes y efectividad alta. Líderes espontáneos (y jóvenes) que llegaban con la capacidad de organizar el reparto de víveres, de preocuparse de que los demás hubieran comido o simplemente dar las gracias a quien aportaba o desearle buen viaje al conductor rumano que iniciaba el camino con su furgón superando ostensiblemente el peso máximo autorizado. Muchachas que cortaban la cinta de precinto con los dientes a falta de navajas o cúter. Pesados con gafas y gorra que les decían que en España los dientes están demasiado caros. Militares, Guardias Civiles, Policías no movilizados por la inoperancia generalizada de los mandos y los mandatarios, que nadie sabía que lo eran.
También hubo nervios y momentos de desorganización. Es dificilísimo coordinar a decenas y decenas de voluntarios; pero fueron los menos. Hubo trabajo en equipo y equipos de trabajo. Y todos hacían de todo: chavalas descargando camiones y cargando con el peso de docenas de latas de conserva; chicos clasificando y empaquetando ropa y todos, sin excepción, haciendo de todo. No vi ninguna discusión, ningún roce, típicos en el seno de los grupos de trabajo. Vi descanso, que no escaqueo, pues en todos los trabajos se fuma. No vi asambleas, protocolos o dirigentes baldíos con afán de protagonismo. Vi compañerismo, ayuda y hermandad.
Vi COMUNIDAD.
Hablé, cuando se podía, con quien a mi lado estaba en la cadena humana sin saber sus nombres, sin que me preguntaran de dónde venía o a qué me dedicaba. Sólo éramos uno más que regalaba sus brazos para ayudar. Porque no nos importaba ni quiénes éramos ni nuestras ideas ni nada que no sirviera en ese momento para algo; pues lo que nos importaba es que éramos prójimos ayudando al prójimo. Nada más. Éramos miembros de una comunidad capaz de dejar de irse de puente por ayudar sin pedir nada a cambio; esa comunidad que se organiza mucho mejor sin la presencia de los mamporreros de la Administración; esa comunidad que unida es más fuerte porque está veteada de valores seguros, de sentimientos aguerridos y de bondad para ser esa fuente donde aplacar la sed el sediento. Y todo eso da mucho miedo a los pusilánimes que no tienen arrestos para dirigir un país, para gobernar como es debido una región o para los encargados de aplaudir como bobos o culpabilizar sin descanso, eso sí, desde la comodidad del sofá, a quienes les ordenen sus ídolos políticos que tienen que culpabilizar, a quién señalar con el dedo índice de la intransigencia o a quién aplaudir, como a su adorado líder, su vellocino de oro de la ignorancia y de la adhesión ciega y, por supuesto, tonta del haba.
Ahora lo importante es que la ayuda de esta COMUNIDAD llegue a quien lo necesita, a quien está debatiéndose por la vida y por volver a la deseada normalidad entre escombros, lodos y saqueos cometidos por los de siempre; las ratas que se aprovechan de las desgracias.
Lo de las responsabilidades y el cambio de paradigma (que va a ser necesario de una u otra forma), lo dejamos para luego. Todo a su tiempo.
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