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Nuevas palabras, viejos contextos

El lenguaje es un ser vivo. Un ser que se mueve con la agilidad y la destreza de una culebra  capaz de acomodar su cuerpo a las dificultades que el terreno presenta. El cuerpo del reptil se amolda de la misma manera que el lenguaje se adapta a la última ola del segundero que marca el ritmo de las modas. Nuestra lengua, y la de los sarracenos, y la de los países protestantes, sufre mutaciones asombrosas que en un principio chirrían como bisagras oxidadas y después, sólo en algunos casos, se quedan a vivir en la plácida comodidad de las páginas algodonosas de nuestro diccionario. Por tales motivos nos costaría entendernos, hablando la misma lengua, con un peregrino a Santiago del siglo XII, con el más pequeño de los hermanos Pinzón o con chaval enganchado a la heroína en el extrarradio de Madrid de los años ochenta. Pues nadie usa ya términos medievales, siglodeoroístas o el dabuten tío del descampado ochentero. Y sin embargo, es el mismo idioma.

            Existe otro factor bastante influyente, tangible e inexcusable, que es el maravilloso hecho de ir cumpliendo años. Con la edad se hace fuerte la comodidad y se tornan más y más difíciles las contorsiones de la culebrilla del idioma. Nos cuesta sobremanera entender algunos términos que la gente de generaciones posteriores utilizan con la soltura que les dan los años por cumplir, la enaltecida juventud. Los muchachos plagan sus conversaciones cotidianas con multitud de anglicismos (sobre todo), términos extraídos del lenguaje de las nuevas tecnologías o palabras formadas por siglas y su traducción. Verbigracia para esta última, no ha mucho un joven con el que entablé una animada e interesante conversación y no menos curiosa amistad me llamó cabra en uno de sus videos; yo, sorprendido aún por tal denominación, acudí al diccionario verbal de mi hijo adolescente quien me arrojó la luz debida: Cabra en inglés se dice goat, cuyas letras corresponden con las siglas Great of all times. Vamos, que en román paladino significa el mejor de todos los tiempos. Con esta rareza lingüística mi alma sufrió un fuerte ataque al corazón: sentí algo de enfado porque mi amigo me llamara cabra (loco como una cabra) y, una vez deshecho el tuerto, una intensa alegría de haber caído tan bien al joven amigo mexicano que me condecoró el pecho con la medalla de la orden caprina. 

Gracias Jarek.

            Estos términos tan profusamente utilizados en el día a día de la más tierna y, por otro lado, ablandada juventud portan en su tapa una inscripción donde figura su fecha de caducidad. Son términos con una esperanza de vida muy corta una vez que se pasen de moda y venga otra palabra más «moderna» e irrumpa con fuerza inusitada en las cuerdas vocales de nuestros jóvenes, dejando al término «antiguo» arrumbado bajo la manta zamorana del olvido. Otras palabras vendrán que buena te harán.

            Todo lo narrado hasta este punto es inevitable; es ley de idioma.

            Pero como todo en esta vida, merecida de vivir siempre, hay que ubicarlo en su contexto determinado. Si extraemos todos estos términos modernos del contexto en el que se alimentan y crecen, pierden todo su sentido e incluso la dignidad. Como las palabras no tienen por sí mismas dignidad, quien la pierde es el que las pronuncia. Con esto quiero llegar al quid de la cuestión (¡cuán poco se dice ya esto!), al epicentro del escrito que ante sus ojos, querido lector, he venido a exponer. No es igual que un joven recién salido de la adolescencia pronuncie las palabras bro, ramdom  o cualesquiera otras que utilizadas en el vocabulario juvenil cuando está sentado en un banco del parque comiendo pipas, vapeando o tomándose un zumo de esos que se beben con pajita, que lo diga un tipo de mediana edad, barriga advenediza y que luce un injerto capilar pagado en liras turcas. No. Está claro. Pero mucho peor, terriblemente peor, es ver a un ministro, a una eurodiputada o al alcalde de una ciudad dormitorio utilizar esos palabros de moda entre los quinceañeros con el objeto de intentar mostrarse más cercano a ellos y así su mensaje artero les llegue y, como no puede ser de otra manera, reciban el día de la fiesta de la democracia el voto de ese muchacho que sorbe con premura la pajita de su zumo antes de entrar en clase. Aunque vistamos con la seda de las palabras coloquiales juveniles a la mona del lenguaje taimado, taimado se queda y seguirá siendo el mismo perro sarnoso enjaezado con otro collar.

            Pero no sólo ocurre este hecho entre politicastros incultos, ahítos de poder y sin otra intención que continuar disfrutando de las prebendas que éste tiene. No. Todavía peor me parecen, quizá por mi condición de católico, esos curas modernos que, alejados del rito, acoplan su lenguaje al de los más jóvenes con la intención que se acerquen a la Iglesia y lo único que consiguen es que los muchachos huyan despavoridos. No se dan cuenta esos ministros de Dios que los jóvenes ya tienen bastante con hablar de ese modo en el parque y que lo que en realidad necesitan, aunque no lo sepan, es que se les trate de manera adecuada y que la misa sea una eucaristía y no un parque de atracciones. Para eso ya está el de la Casa de Campo, el Tibidavo o las ferias de pueblo.

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