Hagan memoria.
¿Se acuerdan de lo que sintieron la última vez que vieron reflejarse al sol en un mar en calma o del cosquilleo que les recorrió la columna vertebral cuando le besó por primera vez la persona amada?
¿Le ha resultado fácil extraer esos recuerdos de los cajones de su memoria?
La memoria es el pilar fundamental de la experiencia, sin ella esta no tendría el valor suficiente para desarrollarse. Los hechos que nos suceden se van amontonando, con mayor o menor orden, en nuestro cerebro y de este acervo, bien colocado y con una organización determinada, se forja una vivencia con la capacidad de indicarnos la mejor o las mejores probabilidades de poder dar con la solución o la evitación a un problema planteado. Todo ello no sólo es beneficioso sino que también es necesario para el normal desarrollo de nuestra existencia.
Pero la memoria en ocasiones se resiente, unas veces por la edad, otras por los efectos secundarios o terciarios del uso y abuso de cierto tipo de sustancias, que por la vía rápida nos hacen creer que nos acercan o nos convierten en Dios, o por cualquier otro tipo de alteración neurológica. Vemos a ancianos aquejados de la terrible dolencia del Alzheimer que han relegado al olvido hasta el mecánico arte de caminar. Hablar se les antoja un suplicio y reconocer lo que les está ocurriendo o quién son sus queridos les resulta una utopía inalcanzable. Es curioso cómo la falta o las fallas de la memoria no sólo nos afecta a nuestro vida, sino que nos puede incluso llegar a matar. Cuando alguien pierde la noción de lo vivido, de la memoria cotidiana, doméstica o rutinaria pierde con ella los asideros vitales del día a día.
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Este tipo de memoria, que apenas se ve reflejada en las biografías o autobiografías publicadas, es la argamasa que nos construye la personalidad y forja, como decíamos, nuestra experiencia. Los detalles culinarios, la hora en la que abrazamos el agradecimiento por un nuevo día por vivir o esa absurda manía que, con mayor o menor suerte, tratamos de ocultar a los ojos de quien nos mira se borrarán de la faz de este planeta cuando nos den tierra o se la den a alguno de los herederos directos o a quien con nosotros comparta la vida. Es una pena, pero es así, pues no tenemos un cronista que no seamos nosotros mismos que nos deje, negro sobre blanco, esos pequeños detalles para la posterior posteridad.
La memoria es juguetona y caprichosa y gamberra. Le encanta hacernos pasar por apuros cuando no recordamos el nombre de alguien, el dato preciso mil veces repetido o aquel momento maravilloso que lo fue para alguien pero no para usted, del mismo modo presente. Y por ese carácter juguetón, caprichoso y gamberro la memoria tiene una serie de fallas o bajadas de guardia.
Ocultas por la bruma del tiempo o de la Historia se hallan muchos momentos, épicos o de andar por casa, que poco a poco se van escondiendo más y más. En ocasiones, es difícil rescatarlos, se parapetan tras un escudo de nuevos recuerdos o de recuerdos tergiversados. Esos recuerdos lejanos u ocultos, bien por haber sido vividos en un tiempo lejano, bien por no haber sido vividos directamente, son los recuerdos que nos pueden manipular. Y como decíamos antes, nos forjamos de experiencia, propia o ajena, y la argamasa de nuestra personalidad está constituida, entre otras, por la memoria, por la Historia y por el acervo cultural que, queramos o no, pues de todo hay en la viña del Señor, nos configura como seres vivos bípedos, implumes y, en algunos casos, lo más, o eso espero, pensantes.
La memoria lejana, la que se pierde en la niebla del paso inexorable del tiempo, por no vivida es maleable y, por lo tanto, muy interesante para quien ostenta el poder, en cualquiera de sus múltiples caras. Si manipulan esos recuerdos, afectan a todo lo dicho anteriormente de la experiencia, la personalidad y el propio desarrollo de nuestra existencia. La buena manipulación, tal y como sucede en esos recuerdos cotidianos, domésticos o rutinarios, entran de mejor y más efectiva manera por esos intersticios.
De manera sutil se dibujan arquetipos fuertes, sonrientes, joviales frente a otros malhumorados, de gestos angulosos y malencarados y feos, muy feos, siendo cada uno de ellos el modelo de uno u otro bando, de una u otra forma de ser o de estar.
Hay veces que la sutilidad brilla por su ausencia y los ataques son directos, tergiversando un mundo desconocido a base de generalizaciones nefastas y exaltación de las virtudes de quien se quiere entronar o canonizar, siempre en contraposición del adversario ridiculizado hasta la absurdez. Con estas dicotomías se consigue crear dos bandos, al menos, bien diferenciados: los buenos y los malos. Con esta dicotomía los humanos tenemos casi por obligación afiliarnos a uno u otro, consiguiendo de este modo que nos pinten mejor o peor a nuestros antepasados, a los gigantes sobre los que estamos a hombros, de una manera u de otra.
Pero con esta clara diferenciación, confrontación diría yo, no sólo nos aferramos con denuedo a lo que más nos llama o se acerca a nuestros prejuicios, sino que nos creamos el enemigo necesario para la lucha, bien dialéctica, bien argumentativa y en los casos más absurdos, hasta corporal y al que culpar de todos nuestros males, al que arrojarle los tomates desde la platea de las redes sociales, al que castigar con una mala reseña. Como la sabiduría popular reconoce sin ambages: a río revuelto, ganancia de pescadores. Este, junto con algún otro, es el motivo del enorme interés que se tiene desde las estancias confortables del poder por intentar alterar la memoria, la Historia, los recuerdos de los ciudadanos y de los pueblerinos (¡orgullo rural!) con el mazo de la ley.
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Los buenos, los malos, los tuyos, los míos. En esas aseveraciones que venimos viendo se olvidan de los detalles, de esas pequeñas o grandes cosas que nos diferencian del resto. Son aseveraciones que calan y no sólo calan, sino que son difíciles de extirpar, sobre todo si las has ido colando desde la más tierna infancia en el magín de toda una generación, ¡qué digo una, muchas! y, encima, como un batán machando un día tras otro, un mes tras otro, una década tras otra, sobre los mismos cerebros. Y cuando se ve la luz de una vela que intenta acercarse a la verdad del hecho histórico, de la verdad, se la sopla con vehemencia para que no llegue a iluminar y, como dicen los cursis posmodernos, haga explotar la cabeza de quien la logre ver y ser consciente de la burda manipulación histórica.
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