Tarde de sofá, mantita y series. Palomitas de maíz en el microondas. Botes de cerveza a enfriar en la nevera. Todo dispuesto a gusto del consumidor para que la tarde se alargue hasta pasar la noche de claro en claro frente a la televisión. Todo una gozada.
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En el maratón de capítulos (¡tres temporadas te has tragado sin levantarte siquiera para mear!), los protagonistas calzan zapatillas de deporte con alas de diosa griega en sus laterales, dialogan en remoto mientras juegan con el último modelo de videoconsola y conducen el vehículo eléctrico más fetén (¿todavía se puede decir así?) con el que se puede acceder hasta el círculo más céntrico del logotipo de la Agenda 2030. Mientras la parte alta del pecho se te llena de esas bolitas de poliespán que se te escapan de la boca porque te has metido demasiadas del tirón, embaúlas una lata de cerveza tras otra y tiras un poquito de la manta, que parece que refresca, te han entrado unas ganas terribles de tener unas zapatillas aladas, renovar la consola para que tus noches de insomnio sedente sean más placenteras y hacerte con el coche eléctrico que te permita acceder a las zonas de bajas emisiones de Madrid, Berlín o Tombuctú.
Has comprado el vehículo por el mismo precio por el que se venden los pisos de tres habitaciones en el extrarradio y, ya que te has enfangado, en el mismo préstamo has pedido un poco más para la consola y esas zapatillas con alas que te harán parecer más guapo, más estiloso y un par de centímetros más alto. Tampoco ha sido para tanto, te dices, en ocho años, liquidado. Para ello al mes desembolsas la mitad del esmirriado sueldo que cobras. Como premio, el banco te obliga a tener una nueva tarjeta de crédito que te endeude aún más, y un seguro con la capacidad de amortizar la deuda en caso de accidente mortal de necesidad. En principio, no las quieres, pero te obligan. Dos engarces más en la cuenta corriente de tus grilletes.
La deuda te está cogiendo del cuello y, cuanto más tiempo pasa, aprieta un poco más y con más ganas. Tú solito, sin necesidad alguna, salvo la que te creó la serie de marras, te estás apretando el gollete de ese garrote vil tan cotidiano, tan de andar por casa. Ahora las tardes y las noches, de claro en claro frente al televisor, con la mantita, se han convertido en una obligada obligación. El tardeo con los amigos, los fines de semana románticos en un hotelito rural con encanto o ese viaje a París que de novios le prometiste a la parienta, hoy esperan anotados en el debe de tu agenda de sueños por cumplir. El arrastre de la bola de la deuda que va unida a la cadena que lastra tus pies se extenderá por ocho años; pero cuando a esa cadena le falten dos o tres eslabones para hacerte libre, otras dos o tres o tres mil necesidades innecesarias pasarán por delante de los iris de tus ojos y, como no puede ser de otra manera, otro (u otros) préstamos te hundirán más si cabe en tu esclavitud.
En fin, cada uno vivimos como Dios nos dio a entender.
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Por las tardes de manta, palomitas y maratón de series de los prebostes estatales, autonómicos y locales también desfilan personajes protagonistas con deportivas con alas de diosa griega, consolas de último modelo y vehículos eléctricos ultramodernos y con cero emisiones a la atmósfera. Y al preboste de turno le entra la misma necesidad que te ha generado a ti; pero la diferencia radica en que el preboste, que es inteligente (¡pardiez! si no lo fuera no estaría ahí), se le pasan por delante del hueso frontal un acervo de necesidades que harán más fácil, más avanzada y, por supuesto, más feliz a la comunidad política que dirige. Y se marcha al banco u organismo nacional o supranacional de turno, les pide el dinero necesario para tal o cual proyecto, lo votan en asamblea, en el Congreso o en el más humilde pleno municipal, lo conceden y, ya que estamos, el preboste iluminado por la gran sabiduría y mejor gobierno que posee pide un poco más de dinero y se compra las zapatillas aladas, la videoconsola último modelo y el más caro y elegante de los coches eléctricos del momento.
En todos los países y organismos hay un montón de prebostes a los que pagan por pensar como lo hizo el del párrafo anterior y todos ellos usan zapatillas aladas, consolas fetén (¿todavía se dice?) y coches eléctricos que les permiten llegar sin problemas al centro de la ciudad donde trabajan, visitan el pisito de su amante y hacen el tardeo con esa miríada de pelotaris que les suelen rodear mientras el poder esté consigo. Y la rueda, para eso se inventó, sigue rodando.
Las deudas originadas por estos iluminati, a diferencia de tu préstamo personal a un alto interés, tienen una peculiaridad: lo pagamos todos y cada uno de nosotros. Cada salario cobrado, cada compra que hagas o cada vez que enciendas la luz del cuarto de baño para exonerar tu vejiga, estás pagando impuestos para abonar su deuda. Como dijo una preboste dotada de lúmenes de más: el dinero público no es de nadie. Pues a disponer de él como si el mañana no fuera nunca a llegar. Total, pensaría, si en cuatro años yo emigro y el que venga detrás, que arreé con lo que queda.
La deuda, las deudas tienen una peculiaridad, que no es otra que provocan una esclavitud severa con el que se tiene que hacer cargo de los pagos. El ciudadano de a pie, el insignificante peatón, ese puntito móvil que se ve desde lo alto de la noria ya vive esclavizado por su trabajo, por alguna de su relaciones sociales y por las letras de la hipoteca. Los países también se aferran las muñecas con la soga del ahorcado de la deuda pública a imitación del humilde peatón. Con ella se establece una pleitesía inquebrantable con el organismo internacional que ha soltado el parné (¿todavía se dice así?) para sufragar las ideas brillantes de quien ostenta el poder. Pero los prestamistas, esos avaros escondidos en los camarotes de sus yates de lujo, son muy listos, pues están interesados en que la deuda vaya aumentando, nunca se liquide, teniendo, de este modo, a los países atados y bien atados para que cumplan los intereses y las órdenes que ellos establezcan y que no dejan de ser eso, órdenes, aunque nos las decoren una multitud de colorines cuanto menos llamativos y simpáticos.
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