Birras y Divagaciones

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Mes: mayo 2025

Soberanía

Mi pasión por las palabras es bien conocida por las personas, si es que todavía sobrevive alguna, que deciden invertir su tiempo en leer las entradas de este blog. Me gusta leerlas, saborearlas, atesorar en mi mente el olor que desprenden cuando las escribo. Por tal motivo el Diccionario se ha convertido en ese gran aliado al que nunca hay que dejar caer en el olvido, como está ocurriendo en estos tiempos, y desempolvarlo no de vez en cuando, sino todos los días. El Diccionario es el amigo inseparable del escritor, del lector, del curioso y el compañero íntimo de la notoriedad del discurso, de la profundidad del conocimiento y de la exposición del pensamiento lúcido, como le gusta decir a mi admirado David Cerdá.

            Estos días atrás me entretenía jugueteando con las letras de la palabra soberanía. Nueve letras y una elegante tilde que destroza, destruye un diptongo. Del juego, entretenido y pueril, con las letras y las tildes pasé a uno más laborioso, el de los significados, el de la conceptualización. Me dirigí a las páginas sobeteadas de mi Diccionario añejo y me fumé el puro de las acepciones que la docta Real Academia nos ofrece negro sobre blanco. La primera de ellas, cualidad de soberano, me trajo a la memoria aquellos anuncios radiofónicos de los intermedios de los partidos de fútbol de la Copa del Rey que incitaban al consumo de un brandy, que era cosa de hombres. Parecía, con el dedo índice marcando la palabra en el Diccionario, que estaba escuchando aquel viejo transistor emitiendo ¡sorpresa en las Gaunas!,  los pitidos horarios o ese lenguaje Morse indicador de que algún equipo había marcado gol en un encuentro no retransmitido.

            La acepción ubicada en el segundo lugar de la pole nos habla de ese poder político supremo que corresponde a un estado independiente. Acepción con la que nos meteremos más adelante.

            Como coche escoba de los significados, los sabios de la RAE han colocado a esa alteza o excelencia no superada en cualquier orden inmaterial. En tiempos inciertos de mediocridades rampantes, se hace más que necesario salir a la calle tras la pancarta, o la bandera, de la reivindicación de esta acepción y hacer causa noble de ella, para que se ponga sobre el tablero de ajedrez de la sociedad y se vaya asimilando por las generaciones venideras, y también por las que ya llevamos rato aquí, y, de este modo, arrumbar la atmósfera anodina que nos circunda al rincón del olvido.

            Como decía, nos encargamos ahora de la segunda acepción, la que nos habla del poder político supremo que corresponde a un estado independiente. Últimamente se vienen dando una serie de conversaciones o alocuciones que nos dirigen hacia nuevas formas e interpretaciones de soberanía. Que si la soberanía reside en las Cortes, aunque sea del pueblo; que si el pueblo es soberano para decidir; que si la soberanía del territorio tal o la nación histórica cual. En las agendas o en las cuerdas vocales de los politicuchos a los que hemos dado el don de la palabra está siempre presente este término. Con ironía insalvable, esa presencia no es más que una ausencia, pues cuanto más sobeteada está una palabra, más se malinterpreta y menos valor tiene. Y esta pérdida de valor intencionado es el que le ha ocurrido a la soberanía.

            En época de uniones artificiales y artificiosas de países, otrora enemigos incuestionables, la cuestión soberana se ha diluido como esa pastilla efervescente que te aporta un plus de vitamina C en la dieta diaria. El concepto se ha fraccionado en tantos cachitos como la copa de vino que cae de la mesa y se estrella con estrépito contra los adoquines del suelo. Tan pequeños son esos pedacitos que nos cuesta encontrarlos o siquiera intuirlos. Nadie sabe con exactitud dónde reside la soberanía: ¿En el ayuntamiento carnal de tu pueblo? ¿En la asamblea de tu artificiosa comunidad autónoma? ¿Bajo el vientre de los leones del congreso? O, peor aún, ¿en las oficinas acristaladas con la textura, la tinta y los dibujos del euro de Bruselas? El tendero de la esquina, el repartidor de paquetes postales o la guapa dependienta de la tienda de ropa han desistido ya de buscar esos pedacitos de cristales rotos en lo que se ha transformado la copa de vino de la soberanía.

                                                                                             Imagen de Falco

            El peatón de la ciudad, la caminante por prescripción médica del pueblo y el vagamundo indómito han cedido la soberanía a una suerte de personas desconocidas, no electas, habitantes de regiones frías para que, como yo pero en un sentido pérfido e intencionado, jugueteen con ella. Hoy se ha cedido tanto poder (y tanta excelencia) que quien lo atesora lo ha domeñado y lo está utilizando en favor propio y no de su legítimo propietario. El tendero de la esquina, la caminante por prescripción médica y la guapa dependienta han perdido el control sobre la palabra y ahora, como no puede ser de otra manera, la asocian con el término coacción.

La soberanía ha dejado el paso libre a la coacción para que esta se adueñe de las vidas y, sobre todo y ante todo, de las exiguas arcas de los ciudadanos. La soberanía perdida se está ejercitando mediante un estado de coerción continua. Desde la más absoluta de las lejanías se nos impone la coacción (impedir hacer lo que uno quiere) decorada con el paraguas multicolor de las causas buenas o buenistas, utópicas, que no es más que una fachada que nos impide ver todo lo que hay detrás. Tras esa pared no hay otra cosa que una suerte de privilegios y montones de dinero recaudados mediante la coacción, la coerción y el abuso para el disfrute de quien se ha adueñado de  la soberanía.

ELA Pagón

Apenas entraba en mi sistema respiratorio un hilo de oxígeno que me aferraba a la vida. ELA pagón había hecho saltar los plomos de toda la Patria, y de la vecina, y el respirador que me hacía colgar del hilo de la vida no funcionaba en modo eléctrico. Gracias al Señor, quien inventó este sistema pensó en las posibles desgracias que podrían acarrear a sus usuarios la falta de energía eléctrica y acopló a su sistema un pequeño generador de gasolina. Una vez la electricidad brillara por su ausencia, de manera automática, el pequeño motorcito de gasolina haría funcionar el respirador.

   Ese momento de lucidez del genio inventor era el que ahora, en pleno apagón nacional, me mantenía como ser pensante. Cierto que el flujo del gas vital era algo menor, por el hecho de alargar la eficacia del combustible del pequeño depósito. Pero suficiente. Dos litros de gasolina se habían convertido en el anillo de poder, en las monedas de oro del tesoro escondido de algún pirata. En el Santo Grial. En las instrucciones del aparatito salvífico se especificaba que con dos litros de gasolina podría funcionar cerca de veinte horas. Me encomendé a todo el santoral conocido y desconocido para que ELA Pagón no llegara a durar todo ese tiempo y mi vida se fuera al traste por una más que deficiente política energética, una negligencia o cualesquiera otros asuntos más dignos de incompetencia que de habilidad.

   Los primeros minutos no fueron reseñables en cuanto a los niveles de angustia. Parecía, o tenía yo esa esperanza, que no iba a durar mucho y la gasolina del depósito vital apenas se resentiría. Como un tonto guiado por la rutina y la costumbre automatizada intenté encender  la televisión para saber el alcance de ELA Pagón. Por supuesto, el electrodoméstico que suple al fuego y a las historias del hogar no me hizo caso alguno. Mi cuidadora, alma bendita y bendecida, encontró en un cajón perdido de la casa un viejo transistor a pilas de color butano. Escuchamos toda la evolución del suceso como lo hacían nuestros abuelos, a quienes nunca les faltaba la compañía de una buena tertulia de radio en el bolsillo. Así me sentí y así se lo intenté transmitir a mi cuidadora.

   Estaba atento y las noticias en lugar de mejorar empeoraban notablemente. Yo pensaba que ELA Pagón afectaba solo a mi ciudad, pero con estupor descubrí que tapaba con sombra a España entera y a la vecina Portugal. Descubrí también que nadie salió a la palestra a explicar los motivos, si es que se sabían, o las consecuencias que ELA Pagón pudieran tener. Nadie. Por las ondas llegaban impresiones de distintos lugares de la península; se hacían valoraciones de pérdidas en pequeñas y grandes empresas; se narraban los rescates de personas atrapadas en el metro o en el ascensor de su comunidad o en el garaje de su oficina. Cundía el pánico y la desesperación. Varios trenes se habían quedado varados en la arena de playa de la estepa manchega, castigados por la inclemencia solar y al albur de poder ser rescatados por la Guardia Civil o cualquier servicio de rescate capaz de llegar hasta ellos. O no.

   Después de seis horas, el rabillo de mi ojo izquierdo miraba cómo había descendido un tanto el contenido mágico del depósito de gasolina que me aferraba al oxígeno. Después de seis horas, las noticias no mejoraban y, de cuando en cuando, la cobertura móvil hacía acto de aparición para recibir algún que otro mensaje y volvía, como por arte de ensalmo, a la caverna de la que había salido. Después de seis horas, el presidente habló a la nación para comunicarle lo que todos estábamos viviendo, lo que todos sabíamos: no teníamos luz. Después de seis horas, lo que queríamos era que se restableciera la electricidad y los enfermos dependientes de un respirador continuáramos con vida.

   Las seis, las siete, las ocho horas transcurridas no hacían otra cosa que aumentar mi angustia. El depósito se iba vaciando sin prisa, pero tampoco sin pausa alguna. Cada gota de combustible consumida era una merma en el tiempo para seguir respirando, con todo lo que ello conlleva. Pensé en enviar a mi cuidadora a la gasolinera a comprar una garrafa de, para mí en ese instante, líquido elemento. No se podía. Los surtidores necesitan electricidad para dispensar el carburante. Cuando fui consciente de tal situación y de que el tiempo continuaba con su inexorable paso hacia el frente, mi ansiedad comenzó a aumentar con cada décima de segundo. Mi corazón comenzó un galope incesante y sin rumbo. La tensión arterial comenzó a subir y mi cuerpo demandó más y más oxígeno para mantener esa situación de estrés. Mi cuidadora intentó tranquilizarme con palabras generosas que me acariciaban los huesecillos minúsculos de los oídos. Pero de poco servían. No podía hacer otra cosa que pensar en la gasolina que descendía a marchas forzadas. Maldije al inventor del respirador por no haber puesto un depósito más grande, como el de un camión de transporte internacional.

   En la calle, un altavoz a batería empezó a sonar y una algarabía de personas reunidas en la plaza donde da la ventana de mi habitación se reían y, según me dijo mi acompañante, estaban de fiesta. Y bailaban. Con mi mirada le dije que me acercara al balcón para poder verlo. Me hizo gracia ver a un montón de jóvenes disfrutando del sol, de la cerveza antes de calentarse y de un día de asueto para disfrutar con los vecinos. Pensé también que no era necesario que existiera ELA Pagón para poder disfrutar de la vida desconectada de internet y de las redes sociales. Pero la algarabía de la plaza chocaba de frente con la angustia de un depósito cada vez más lánguido.

Regresó la angustia a mi cabeza y, por ende y como no puede ser de otra manera, a mi corazón. La ansiedad por vivir, de manera contradictoria, me llevaba a consumir más oxígeno y a alejarme un poco más de la alegría que en la plaza se disfrutaba. Por las ondas llegaban informaciones de bailes entre los viajeros de un tren varado en Ciudad Real. Parecía como si España entera estuviera de fiesta. Por un segundo pensé en que como anécdota estaba bien el asunto del baile, pero que la cosa era grave y nadie elevaba al cielo la queja, el grito de desconsuelo de todas esas personas enfermas que hacían equilibrios inverosímiles para mantenerse de pie, es un decir, en este valle de lágrimas. 

   Me fastidió esa actitud infantil de evitación de los problemas, de bailar cuando el asunto está feo y eludir así la responsabilidad ciudadana. No solo como si no nos importara, sino que nos parecía bien que ELA Pagón nos hubiera visitado e, incluso, que nos visitara más a menudo para bailar, charlar con los vecinos o fumarnos unos porros en la terraza del bar antes de que las cervezas se calentaran. Pero nadie se daba por aludido de pedir explicaciones, de protestar con toda la potencia de las cuerdas vocales o de plantearse la dependencia eléctrica y cibernética que tenemos en nuestra sociedad, que no comunidad. Había aplausos. Risas. Cachondeo. Justo lo que tenemos que tener en nuestra vida sin necesidad de apagones, de catástrofes. Y lo peor de todo, gente, no dependiente de un respirador, deseando que este tipo de cosas sucedieran a cada poco.   

   Las horas seguían pasando y mi depósito, mi vida, acabándose. Por fin se hizo la luz y mi respirador comenzó a utilizar de nuevo la electricidad para decirme que estuviera tranquilo, que seguía con vida. Aplaudí en mi interior a los técnicos que habían obrado la alegría y descendido mis niveles de ansiedad al nivel de mi depósito de gasolina. Oré porque todos mis compañeros de enfermedad siguieran con vida. Soñé con que no se volviera a repetir ELA Pagón de nuevo y pusiera nuestras vidas en peligro inminente, mientras en las calles, en las plazas y en los secarrales manchegos los tontos útiles, los niños en edad de ser adultos bailaban y aplaudían a quienes nos llevan cada día a este tipo de situaciones; celebrando nuestro progresivo hundimiento en la hez de la miseria.

P.S. Como el único lector, inteligente como nadie, habrá podido deducir, este relato es pura ficción. Desconozco si los respiradores tienen un motor auxiliar de gasolina o no. Desconozco tantas cosas.

Gracias a Bpcraddock, Truthseeker08, Geraldoswals62 y Stefan_Schranz por las imágenes.

 

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