Birras y Divagaciones

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Mes: abril 2025

Propósitos tiene la vida

Cuando el hidalgo don Alonso Quijano, una vez convertido en Don Quijote de la Mancha, partió de su casa a vivir aventuras, salvar princesas y desfacer tuertos, tenía un rocín flaco, una adarga antigua y una lanza en astillero. Pero lo importante no era lo que el curioso personaje tenía, sino lo que poseía. Y lo que poseía era un propósito de vida. Don Quijote se convertiría en lo que estaba llamado a ser.

            Cabalgó por la meseta recibiendo palos a diestro y siniestro, siendo objeto de mofa por villanos, gañanes y mozalbetes, sufriendo escarnio, hambre y calamidades. A pesar de todo ello, continuó con sus aventuras y sinsabores, pues había recibido la llamada y no habría hechicero, gigante o caballero de la Blanca Luna que le derribase del caballo de su ideal o propósito. Rescatar la nobleza del viejo oficio de la caballería andante estaba repleto de penalidades, batallas perdidas y escaso rédito. Aún así, él perseveraba, pues tal era su fin.

            Aunque parezca una perogrullada, todos los seres humanos deberíamos tener un propósito vital. No todos lo tenemos. Muchos, de hecho, creemos que tenemos el propósito de ser felices en este valle de lágrimas; mas la felicidad no es un propósito y, por ende, los que pensábamos que lo era, al no serlo, se nos desvanece por entre los dedos de la mano. Al quedarnos sin ello, nos quedamos vacíos.

            Da muchísima pena ver a tanta gente caminar por la vida sin una dirección clara, dejándose arrastrar por la corriente sin levantar la cabeza ni siquiera para ver la ubicación del sol o, los más intrépidos y jóvenes, la de las  estrellas. Uno ha de elevar la mirada de la gravilla que pavimenta el camino para saber situarse y conocer cuál es la dirección que ha de seguir. Pero la posmodernidad nos ha traído las aplicaciones de mapas para móviles y ya no tenemos que atesorar el conocimiento de si el Sol sale por el Este o por el Oeste o si la Estrella Polar es esta o aquella y si marca el Norte o era el Sur. Ya todo eso da igual. Ahora escribimos en el buscador de la app que queremos ir a la felicidad y sin demora nos indica el tiempo que vamos a tardar en el trayecto, los radares que el camino tiene y los atascos con los que nos vamos a dar de bruces.

            Pero la app da muchos fallos y nos hace creer que transitamos por la comodidad de una autopista de peaje cuando nos atollamos en una vereda de cabras. Nos hace ir siguiendo la maldita línea azul y perdemos la perspectiva de lo que tenemos alrededor. Y el trayecto, así, pasa a ser un elemento de segundo o tercer orden, acallado por el ansia de llegar. Y cuanto antes, mejor.

Una de las cosas bellas del camino son esas florecillas que crecen en sus límites arrojando belleza al paisaje y alegría al caminante. Pero siempre se ha de tener claro el frente, el lugar de nuestro propósito. Algunos se entretienen demasiado con las florecillas primaverales y descuidan la realidad del camino; otros, extasiados por conseguir la llegada a la meta, olvidan la belleza floral de las cunetas; y por último, los más tristes, se escudan en el pecado de la pereza para no fijarse ni en lo uno ni en lo otro.

            Es fácil que cuando uno habla o escribe del asunto este de los propósitos de la vida, termine embrollado con esos grandes propósitos destinados a esas personas llamadas, de un modo u otro, a cambiar el mundo. A ser posible, para mejor. Pero la realidad contumaz nos coge de los pies para traernos a tierra y mostrarnos que los propósitos no tienen por qué ser esas grandes empresas que Don Quijote soñaba realizar. No. Pueden ser esas pequeñas cosas que no cambian el mundo ni la faz de la Tierra, pero modifican para bien el alma de las personas que nos rodean. Son las más bellas, las más esclarecedoras, pero también los más dificultosos de llevar a cabo. Porque hacer todo lo posible para sacar a tu prole adelante no es una tarea fácil, pero sí es bello el resultado. Porque mantener el pequeño negocio que recibiste como legado de tus padres requiere, ahora más que nunca, mucho trabajo, muchos dolores de cabeza y tener que pagar demasiados impuestos para carreteras, hospitales, asesores inservibles, putas y cocaína, pero sin duda merecerá la pena legárselo a tus descendientes y continuar de este modo con la tradición familiar. Y tantas y tantas otras cosas que son propósitos, objetivos de vida que parecen sencillos en el resultado, pero se encuentran dotados del hilo divino de la trascendencia.

            Lo triste, lo penoso, son esas miríadas de seres bípedos e implumes que atufados con el hedor del significado posmoderno de la felicidad (ausencia de problemas) la tienen como único fin vital. Los momentos felices son necesarios, yo mismo no deseo la infelicidad, por supuesto, pero esa necesidad no debe erigirse como el propósito único de tu vida, sino como esas florecillas que hacen sonreír a nuestra mirada en el camino. Y lo peor no es la felicidad como obsesión, sino los métodos que nos hacen creer cómo alcanzarla. Me refiero al ocio, al desenfreno y al consumo de todo tipo de consumibles que se supone que actúan como el visado en el pasaporte para la felicidad. Así se convierte el hedonismo en objetivo de vida. Y si ese es tu objetivo, quizá es que no tienes objetivo, quizá es que no te interesa vivir una vida plena, merecida de vivirse, quizá te lo tendrías que hacer mirar. Y una vez hecho mirar, te darás cuenta que los propósitos altisonantes del hidalgo manchego son tan necesarios como los del humilde arriero o los del San Jorge que a diario se enfrenta con el dragón que le aprieta las gónadas, pero los llevan a convertirse en lo que han sido llamados a ser, no en lo que otros quieren que sean. 

Nuevas palabras, viejos contextos

El lenguaje es un ser vivo. Un ser que se mueve con la agilidad y la destreza de una culebra  capaz de acomodar su cuerpo a las dificultades que el terreno presenta. El cuerpo del reptil se amolda de la misma manera que el lenguaje se adapta a la última ola del segundero que marca el ritmo de las modas. Nuestra lengua, y la de los sarracenos, y la de los países protestantes, sufre mutaciones asombrosas que en un principio chirrían como bisagras oxidadas y después, sólo en algunos casos, se quedan a vivir en la plácida comodidad de las páginas algodonosas de nuestro diccionario. Por tales motivos nos costaría entendernos, hablando la misma lengua, con un peregrino a Santiago del siglo XII, con el más pequeño de los hermanos Pinzón o con chaval enganchado a la heroína en el extrarradio de Madrid de los años ochenta. Pues nadie usa ya términos medievales, siglodeoroístas o el dabuten tío del descampado ochentero. Y sin embargo, es el mismo idioma.

            Existe otro factor bastante influyente, tangible e inexcusable, que es el maravilloso hecho de ir cumpliendo años. Con la edad se hace fuerte la comodidad y se tornan más y más difíciles las contorsiones de la culebrilla del idioma. Nos cuesta sobremanera entender algunos términos que la gente de generaciones posteriores utilizan con la soltura que les dan los años por cumplir, la enaltecida juventud. Los muchachos plagan sus conversaciones cotidianas con multitud de anglicismos (sobre todo), términos extraídos del lenguaje de las nuevas tecnologías o palabras formadas por siglas y su traducción. Verbigracia para esta última, no ha mucho un joven con el que entablé una animada e interesante conversación y no menos curiosa amistad me llamó cabra en uno de sus videos; yo, sorprendido aún por tal denominación, acudí al diccionario verbal de mi hijo adolescente quien me arrojó la luz debida: Cabra en inglés se dice goat, cuyas letras corresponden con las siglas Great of all times. Vamos, que en román paladino significa el mejor de todos los tiempos. Con esta rareza lingüística mi alma sufrió un fuerte ataque al corazón: sentí algo de enfado porque mi amigo me llamara cabra (loco como una cabra) y, una vez deshecho el tuerto, una intensa alegría de haber caído tan bien al joven amigo mexicano que me condecoró el pecho con la medalla de la orden caprina. 

Gracias Jarek.

            Estos términos tan profusamente utilizados en el día a día de la más tierna y, por otro lado, ablandada juventud portan en su tapa una inscripción donde figura su fecha de caducidad. Son términos con una esperanza de vida muy corta una vez que se pasen de moda y venga otra palabra más «moderna» e irrumpa con fuerza inusitada en las cuerdas vocales de nuestros jóvenes, dejando al término «antiguo» arrumbado bajo la manta zamorana del olvido. Otras palabras vendrán que buena te harán.

            Todo lo narrado hasta este punto es inevitable; es ley de idioma.

            Pero como todo en esta vida, merecida de vivir siempre, hay que ubicarlo en su contexto determinado. Si extraemos todos estos términos modernos del contexto en el que se alimentan y crecen, pierden todo su sentido e incluso la dignidad. Como las palabras no tienen por sí mismas dignidad, quien la pierde es el que las pronuncia. Con esto quiero llegar al quid de la cuestión (¡cuán poco se dice ya esto!), al epicentro del escrito que ante sus ojos, querido lector, he venido a exponer. No es igual que un joven recién salido de la adolescencia pronuncie las palabras bro, ramdom  o cualesquiera otras que utilizadas en el vocabulario juvenil cuando está sentado en un banco del parque comiendo pipas, vapeando o tomándose un zumo de esos que se beben con pajita, que lo diga un tipo de mediana edad, barriga advenediza y que luce un injerto capilar pagado en liras turcas. No. Está claro. Pero mucho peor, terriblemente peor, es ver a un ministro, a una eurodiputada o al alcalde de una ciudad dormitorio utilizar esos palabros de moda entre los quinceañeros con el objeto de intentar mostrarse más cercano a ellos y así su mensaje artero les llegue y, como no puede ser de otra manera, reciban el día de la fiesta de la democracia el voto de ese muchacho que sorbe con premura la pajita de su zumo antes de entrar en clase. Aunque vistamos con la seda de las palabras coloquiales juveniles a la mona del lenguaje taimado, taimado se queda y seguirá siendo el mismo perro sarnoso enjaezado con otro collar.

            Pero no sólo ocurre este hecho entre politicastros incultos, ahítos de poder y sin otra intención que continuar disfrutando de las prebendas que éste tiene. No. Todavía peor me parecen, quizá por mi condición de católico, esos curas modernos que, alejados del rito, acoplan su lenguaje al de los más jóvenes con la intención que se acerquen a la Iglesia y lo único que consiguen es que los muchachos huyan despavoridos. No se dan cuenta esos ministros de Dios que los jóvenes ya tienen bastante con hablar de ese modo en el parque y que lo que en realidad necesitan, aunque no lo sepan, es que se les trate de manera adecuada y que la misa sea una eucaristía y no un parque de atracciones. Para eso ya está el de la Casa de Campo, el Tibidavo o las ferias de pueblo.

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