Birras y Divagaciones

Cerrar

Día: 19 de marzo de 2025

Hemos traicionado a nuestros hijos

Cuando el otro día me paré a escuchar una conversación entre los muchachos de clase de mi hija, la mayor, encajé la última pieza de un rompecabezas que llevaba una buena temporada estancado en un rincón de mi mente. Me di cuenta de repente:

Le hemos jodido la vida a los críos.

Les hemos jodido la vida con los puñeteros teléfonos móviles, alimentándolos con un catálogo cultural corrompido por la ideología progresista, arrojándolos a un sistema educativo que es pura ponzoña.

Les hemos jodido la vida siendo unos irresponsables, unos vagos y unos malos padres.

Las primeras piezas me las encontré hace casi una década, cuando la mayor me cabía en una mano. Nació tan pequeña y frágil que la tuvimos quince días en una incubadora y sólo podíamos verla unas pocas horas por jornada. Ya en aquel entonces me llamó la atención ver a madres dando pecho a sus bebés con un ojo puesto en las redes sociales. Haciéndose fotografías junto al aparato que mantenía con vida a su hijo.

Pasó el tiempo. Fieles a un pacto tácito, mi mujer y yo no pisamos un restaurante con nuestra hija hasta que no fue capaz de sostenerse en una trona por si misma. Y, si la aún bebé arrancaba a llorar, uno de los dos se levantaba, salía y la calmaba antes de volver a la mesa. Nadie merece amargarse una comida por unos padres irresponsables. Pero entonces observé estupefacto como muchos padres simplemente sacaban una tableta, ponían a Pocoyó en los morros de la criatura (amenizando con sus andanzas de paso la velada de todos los demás) y a su vez enterraban la cara en sendos teléfonos. O comían en silencio, ignorándose los unos a los otros salvo por la casual cucharada a la boca del absorto infante.

Esa tendencia sólo vi volverse más y más común con el paso del tiempo. Niños comiendo con la tableta delante, jugando a videojuegos diseñados para enganchar a adultos mientras recibían con expresión vacía el alimento. Críos bajando por un tobogán con el teléfono en la mano y los ojos fijos a cuanto en él sucedía. Adolescentes sentados en un corrillo silencioso, deslizando el pulgar hacia arriba en un descenso infinito hacia el abismo del contenido insustancial.

Tiktok, bailecitos, desafíos y cáncer intelectual inyectado directamente en el cerebro de tus hijos vía chute de dopamina barata, ¿no es maravilloso?

Pues el camello de tu hijo eres tú.

En aquel entonces, yo era el raro. Mis hijas ni se acercaban al teléfono móvil, tenían muy limitado el acceso a la televisión y veían los dibujos conmigo. ¡La cantidad de ponzoña que intercepté antes de que pudiese sembrar su venenoso mensaje en sus tiernas mentes! Volveré a esto más adelante. Decía, era el raro. Éramos, me corrijo, porque mi mujer siempre estuvo en mi equipo.

Los demás padres solían criticar nuestro exceso de celo. A veces con sorna, otras con acusaciones poco veladas de elitismo. Pero siempre considerándonos poco ortodoxos en nuestro proceder. Madres susurrando escandalizadas sobre el inhumano trato brindado a mis hijas. Lo que yo llamaba disciplina era, para el mundo, prácticamente un maltrato. Familiares burlándose por la insistencia con que recalcábamos el “por favor” y “gracias” en las interacciones de las niñas. Profesoras de guardería sugiriendo que un rato de tableta era positivo para nuestras hijas, potenciaba… Algo. No sé qué. Nunca les hice caso.

Esas madres susurrantes, años después, bromeaban (entre broma y broma, la verdad asoma) con mi esposa si podían dejar a sus hijos en nuestra casa para que los educásemos.

Los padres hemos traicionado a nuestros hijos friéndoles el cerebro con tecnología diseñada para engancharnos a los adultos. Los hemos vuelto yonkis de la dopamina barata, de la satisfacción inmediata, del estímulo constante. Les hemos privado de la disciplina, el esfuerzo y la educación a cambios de una hora de silencio para dormir la siesta.

Les hemos jodido la vida con el puñetero teléfono móvil.

No es menos pernicioso el tipo de contenido cultural con el que los hemos adormilado. Recuerdo a mi hija, en este caso la pequeña, llorando desconsolada la muerte del rey Príamo cuando les leía la Eneida antes de irse a dormir. El anciano, sólo, espada en mano ante los troyanos invasores, honorable en ese combate perdido de antemano, le recordaba a su abuelo.

¿Cuántos niños de su generación recordarán los cuentos de sus padres en lugar de la ubicua pantalla del teléfono móvil?

Desde que eran pequeñas me sentaba con ellas cuando veían los dibujos. Les recomendaba series de mi infancia, buscaba incansable alejarme de las modas o de la parrilla de las televisiones abiertas. Con el tiempo, las dejaba elegir por su cuenta, pero siempre conmigo cerca.

¡Qué bien hice!

Me faltan dedos en las manos para enumerar la cantidad de veces que una serie fue prohibida en casa. Dibujos animados cuyo simpático aspecto exterior esconde pura propaganda bajo la superficie. No recuerdo que las Tortugas Ninja necesitasen explicarme qué demonios es un pansexual, pero por lo visto hoy en día es imprescindible para la educación de los niños. O utilizar el contenido infantil para promocionar la homosexualidad.

Y es que hay una diferencia enorme entre normalizar y promocionar. Y, en cualquier caso, el ocio de los niños no es el lugar adecuado para ninguna de las dos.

Pero si no estás encima, se lo cuelan. En un momento de la vida de los críos en que su cerebro es una esponja, cuando son incapaces de discernir normal de anormal, bien de mal, correcto de incorrecto, llega un contenido creado y diseñado por individuos que consideran necesario machacarlos con sexualidad. ¡A los críos! ¡A los puñeteros críos!

Les hemos jodido la vida alimentándolos con un catálogo cultural corrompido por la ideología progresista.

Y eso es lo que ves. Lo que puedes controlar. Porque luego tus críos pasan ocho horas al día en una fábrica de mediocres cuyo único cometido es producir engranajes para un sistema decadente y corrupto: el colegio.

Puedes llevarlos a un colegio público para que los funcionarios a sueldo de los enemigos de todo lo que es bueno y bello envenenen sus cerebros en desarrollo con ponzoña ideológica de la peor calaña. O puedes dejarte la mitad de tu sueldo para que profesores se vean obligados a seguir planes de estudio creados y diseñados por la misma gente que paga a los funcionarios.

El resultado siempre es el mismo: mesas de cinco críos para que trabajen en grupo, incapaces de desarrollar cualquier tipo de individualidad y a merced de los que escurran el bulto para vaguear al límite de sus capacidades, siempre con una tableta a mano y libros de texto creados por quienes quieren quemarlo todo para reinar sobre las cenizas. En el mejor de los casos, tu crío llevará un retraso educativo de dos años respecto a la generación anterior y nunca alcanzará el nivel de nuestros padres.

En el peor, será incapaz de entender el contenido de lo que lea. ¡Si lee!

Les hemos jodido la vida arrojándolos a un sistema educativo que es pura ponzoña.

Siempre me sorprendió el entusiasmo con el que los profesores hablaban de mis hijas en el colegio. Destacándolas como las mejores alumnas de clase, esforzadas, inteligentes, trabajadoras, siempre las primeras en todo. Me sorprendió y generó cierto recelo a partes iguales: Dios sabe que la herencia genética que han recibido no da para tanto.

Pero con el tiempo, viendo el rompecabezas ensamblarse, voy entendiendo todo.

Mis hijas no destacan porque sean especiales, no. Lo hacen porque hemos convertido a los críos de su edad en yonkis de la dopamina con los ojos fijos en una pantalla, adoctrinados por los medios de entretenimiento y educados para que sean analfabetos semifuncionales cuyo único cometido sea echar una papeleta en la urna cada cuatro años movidos por los más básicos instintos.

Mis hijas destacan porque sus amigos sin incapaces de expresarse en un tiempo que no sea el presente. No pueden conjugar, a duras penas utilizan alguna conjunción.

Destacan porque su generación responde a preguntas haciendo emoticonos con la cara porque no han desarrollado la capacidad de expresarse con palabras. Hacen onomatopeyas en lugar de describir algo. Gesticulan en lugar de explicar qué sucede.

Si el habla es lo que separa al hombre del animal, cada vez somos menos hombres. Cada vez más animales.

Son la generación TikTok, joder. Son incapaces de describir porque todo es audiovisual, incluso el aprendizaje en el colegio. No pueden expresarse con palabras porque todo lo que ven son gente poniendo caras raras en la puta pantalla de un puto teléfono móvil. Se comunican con menos de cien palabras. Su capacidad narrativa y de comprensión se reduce a arcos argumentales de menos de un minuto, el contenido que consumen como yonkis en redes sociales. ¡Redes sociales en niños de menos de diez años!

Y ni siquiera entro a hablar de la pornografía. Daría para otro artículo.

Sólo un estúpido creería que esto es casual. En China, TikTok sólo muestra contenido cultural y motivacional. En Europa, adormece a los chavales con bailes estúpidos y desafíos que acaban con críos tirándose de un cuarto piso.

Sólo en Europa tenemos un sistema educativo basado en tabletas, libros de texto cuyo contenido consiste en la destrucción de nuestra identidad cultural y mesas de trabajo de cinco alumnos.

Solo en Europa nos hemos arrojado en brazos del móvil a cambio de conformismo, dopamina y comodidad, destruyendo a nuestros hijos en el proceso.

Me produces escalofríos pensar cómo cojones afronta los palos de la vida un chaval que sólo sabe comunicarse con emoticonos, hacer bailecitos de imbécil delante de una pantalla y tiempo presente.

Pensar qué cestos tejeremos con estos mimbres.

Les hemos arruinado la vida a estos críos por vagos. Por perezosos. Por comodones. Por hedonistas.

Les hemos arruinado la vida porque somos unos padres de mierda.

Los apegos que se extraen de las buenas conversaciones

Soy un hombre (no sé si todavía se puede decir eso) aquejado de un  mal extraño, tal vez una de esas enfermedades raras que carecen de presupuesto gubernativo para ser investigada o, por el contrario, de una insólita virtud con exceso, esta sí, de presupuesto gubernativo para lograr su extinción.  Mi médico de cabecera de la cama, hoy llamada con eufemismo de familia, se lleva las manos al cráneo mondo y niega con gestos mi mal: ¡Cómo puede ser! ¡Cómo puede ser!, dice de continuo, ¡Un hombre al que le encanta conversar! ¡Maldita sea!

            Efectivamente, tal y como dice mi médico de cabecera, me gusta crear un ambiente adecuado: muebles antiguos de color oscuro, una butaca  o sillón de orejas cómodo y, entre las manos de los participantes, una copa de balón; poner sobre el tapete verde un buen tema e iniciar sin más preámbulos una buena conversación. Más importante que este hábitat artificial es la necesidad de que participen hablantes y, sobre todo, oyentes. En estos tiempos inciertos y rápidos que en suerte nos han tocado vivir, la creación de estos entornos y la conversación con verdaderos interlocutores está  de capa caída y para que se den hay que emigrar a un banco del parque, a un escandaloso bar de carretera o al mismísimo Camino de Santiago, verbigracia. El caso es que, aunque de este modo sea, el noble arte de la conversación continúe vivo y coleando y como elemento disruptivo de esta sociedad que hace aguas. Pues ya lo dice mi admirado David Cerdá, a una conversación se va a aprender.

            Decía todo esto porque sigo siendo esa rara avis que intenta mantener buenas y gratas conversaciones y, como no puedo hacer de otra manera, extraigo elementos para reflexionarlos a posteriori en la solitud de mi cuarto. No ha mucho, en uno de estos diálogos salió al encerado el manido tema de los apegos. Mi interlocutor defendía que los apegos frenaban en seco las ganas o el anhelo de alcanzar la felicidad. De este debate surgieron dos temas dispuestos a ser diseccionados: los apegos y la felicidad.

            Como el asunto de la felicidad da para un total de un millón doscientos cincuenta y cuatro mil, trescientos once libros, tirando por lo bajo, y este espacio es el que es, me tengo que centrar un poco, pero poco, en el asunto de los apegos.

            Andan a la gresca los neoestoicos, los autodenominados coach  y los aficionados a la psicología meme con este asunto. Pero al final de la batalla todos llegan a la misma conclusión: los apegos son lastres que nos impiden desarrollar «la mejor versión de ti mismo» (¡cómo me gusta esta chorrada!). Los apegos a las cosas, dicen, no te hacen ser más que un objeto más. Los apegos a las personas, sin embargo, no te hacen una persona más, sino que te impiden alcanzar tu objetivo final: la felicidad (entendida como la ausencia de problemas).

            Disiento.

            Con esta actitud infantil de alejarnos de los apegos o incluso de criminalizarlos no estamos creando una comunidad (hoy en día sociedad) sana y con esperanzas de continuidad. Pues alejados de los apegos materiales, personales o espirituales nos alzamos en una suerte de ser humano individual del todo. Nos convertimos en el súmmum de la individualidad, libres de todo, libres de hipotecas, libres de hijos a los que enseñar de dónde venimos, libres de una cultura e identidad que legar. Así, despojados de todo, alcanzamos la felicidad plena.  Uno se para a pensar y descubre que lo que en principio parece tan revolucionario no es otra cosa que continuar con el lenguaje y la ideología imperante impuestos desde las alturas poderosas. Una vez despojados de todo, no tendremos nada y seremos felices. Y comeremos perdices, digo insectos. ¿Les suena?

            Sin nuestros apegos nos quedamos como los pollos que cuelgan bocabajo en la pollería. Sin nada. Vacíos. Insulsos. Y, al final, como bien indica Esperanza Ruiz en el título de su libro, necesitaremos el apego del Whiskas, del Satisfyer y del Lexatín. El whiskas para alimentar a la miríada de gatos que adquiriremos, con su chip y todo, para combatir la soledad; el satisfyer para rellenar con algo gélido el impulso sexual en soledad y el lexatín para calmar la ansiedad y la depresión de encontrarse solo, desamparado. Y de este modo, al combatir los apegos nos damos de bruces con la soledad, la mayor y más desgarradora enfermedad moderna.

            El ser humano necesita, como ser social que es, relacionarse con otros congéneres que le den conversación, que le hagan surgir sentimientos y con los que unirse para su propio desarrollo. Y no hay mayor, ni mejor, apego que el que se establece con la amistad sana, ajena a la toxicidad y dispuesta a brindarnos asideros emocionales para cumplir  con la meta vital que cada uno de nosotros tiene encomendado. Porque, como se decía antaño, quien tiene un amigo, tiene un tesoro. Con los amigos se comparten charlas (las mejores enseñanzas o aprendizajes se obtienen de una buena conversación con amigos), se comparten problemas y posibles soluciones y, ante todo, se comparte la infinita alegría de estar vivo; la alegría de no estar solo.

            Pero no sólo de amigos vive el hombre. Necesitamos un techo bajo el que guarecernos del frío en invierno y de las altas temperaturas del verano. Un hogar donde desarrollar la más íntima de nuestras actividades personales, donde guardar nuestra ropa bien colgada en un armario y donde depositar nuestros libros. Pero un hogar no es solamente eso. Un hogar no son sólo cuatro paredes unidas con cemento y cubiertas con teja española. No. Un hogar es donde educas a tus hijos, donde a diario celebras la vida con tu familia y donde la vida se hace más vida. Y lo más importante, es un lugar que puedes, y debes, legar a quién aquí se quede cuando tú te vayas. No hay nada más maravilloso que entrar en la casa de tus antepasados y sentir que es tuya, porque ellos lucharon porque tuya fuera.

            Los apegos nos unen. Los apegos son el motivo por el que luchamos sin cuartel, por el que defendemos lo nuestro y lo que será de nuestros hijos con uñas y dientes. Pues si tengo unos buenos amigos, un dulce hogar, una patria y a Dios, tengo motivos suficientes para defenderlos. Y si mi sueldo es una verdadera mierda y con él tengo que alimentar a mi prole (de ahí viene proletario), guerrearé con saña para que me paguen lo correcto, para que no me lo bajen, pues es el pan nuestro de cada día que se llevan a la boca mis hijos. Si tengo, como Chesterton decía, una casa, tres acres (al cambio, una hectárea) y una vaca, voy a defenderlo, espada puntiaguda en mano, no sólo porque sea el lugar donde reside mi familia, no sólo porque sea el sustento de la misma, sino porque es el legado que les quiero dejar, repleto de historias familiares irrepetibles, de sentimientos vividos y, sobre todo, de memoria, sin la que no somos nada. Y de este modo trascender, pues este apego es consustancial a la familia, la que estuvo, la que está y la que quedará.

            A pesar de todo esto, hay un montón de gente que piensa que el desapego es muy útil. Claro que lo es, no lo niego. Es muy útil para huir de uno mismo, de tu esencia más pura, de tu identidad verdadera, no la de cartón piedra que a diario lucimos, y de esa sana costumbre de saber quién es uno, quiénes son sus ancestros, quién su legado. Amar los apegos nos lleva a entablar feroz batalla contra el individualismo yermo, el mismo que las hordas de lambeculos al servicio del poder nos quieren vender como sano, como bueno, como imprescindible para la vida actual.         

   Por mí, se pueden ir al carajo con su individualismo nihilista y desasido mientras nos dejen mantener conversaciones que nos engrandezcan.

No nos gustan las galletas... pero nos obligan a usarlas

En TerraIgnota.es no usamos cookies propias pero si algunas de terceros. Puedes aceptar su uso o simplemente rechazarlo, es tu libre elección.

No nos gustan las galletas... pero nos obligan a usarlas

En Terra Ignota no usamos cookies propias pero si algunas de terceros. Puedes aceptar su uso o simplemente rechazarlo, es tu libre elección.