Birras y Divagaciones

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Mes: septiembre 2024

Desconocimiento de causa

Decía el jesuita don Fernando García de Cortázar que una de las cosas que más le gustaba era ver el atardecer desde el castillo califal de Gormaz, en la castellana provincia de Soria. Y no es de extrañar la admiración que profesaba por estas piedras leyendo lo que sobre ella escribía cada vez que se le ponía a tiro hacerlo. Agostado ya el verano, yo que gozo de la bendición de la curiosidad me dirigí a la fortaleza a comprobar sin necesidad de intermediarios, aunque menuda la categoría del mismo, aquella aseveración.

            No me queda otra y aquí, con poco público, públicamente lo hago, he de decir que don Fernando tenía toda la razón. Ver atardecer desde Gormaz es una de las maravillas inmateriales de este mundo, o al menos de este país. La fortaleza, esta sí material, es impresionante, de dimensiones conservadas colosales y donde la imaginación histórica de uno se expande por entre los lienzos de su muralla y puede llegar a ver moros, cristianos, caballerizas, aljibes donde se acumula el dulce agua de la lluvia castellana, talleres de artesanos, herrerías de forzudos herreros de donde salían piafando corceles prestos para el combate y hasta tabernas de mala nota e interesadas compañías femeninas.

            Merodeé por el castillo alrededor de tres horas a la espera de la ansiada, no era para menos, puesta de sol. Pero antes de ello, entre algunos turistas franceses y otros nacionales, alguna de las estancias en las que a duras penas sobrevivían sus cuatro muros ofrecían sin querer sus rincones para ser decorados por ese momento íntimo que requieren las aguas mayores y las toallitas húmedas perfumadas. Pensé en lo maleducada que es la gente, pero unos segundos después, recapacité para cambiar de parecer: más que mal educados es que estamos malformados, no de forma sino de formación. Formación en la que apenas tienen peso las HUMANIDADES, así, como debe ser, en mayúsculas y, como consecuencia de ello, dejamos de valorar o apreciar ese patrimonio material e inmaterial que nos constituye en lo que somos y nos sentimos con la capacidad de dejarlo mancillados con el olor de nuestras deposiciones. Sin rubor alguno, ¡faltaría más! Incluso me imagino al descomedor vanagloriándose de su hazaña en la barra del bar de su barrio, ante unos amigotes con el mismo pelaje que él gasta.

            Si somos incapaces de conocer nuestro pasado, no lo valoramos. Si somos incapaces de saber interpretar nuestro patrimonio artístico, tampoco lo valoramos. Si somos incapaces de saber el porqué de nuestra cultura, ni por asomo la vamos a valorar. Y las cosas que no se valoran, se desprecian. Y como lo despreciamos no vamos a mover ni el dedo índice de nuestro pie izquierdo por evitar su pérdida. Nos dará igual. Así ocurrió en el siglo XX cuando se vendía (se regalaban) retablos, cuadros y hasta iglesias enteras que, piedra sobre piedra, eran trasladadas a mansiones de estadounidenses allende los mares. De la misma manera ocurre hoy cuando pintarrajeamos con pintura de espray paredes de monumentos que sostienen el asidero de nuestra cultura. Verbigracia.


            Y eso, entre otras muchas cosas más, con el patrimonio material. Lo del patrimonio inmaterial es harina de otro costal. Despreciamos canciones, romances de ciego y refranes porque nos recuerdan lo catetos que somos y queremos esconder bajo siete llaves nuestro pelo de la dehesa. Menospreciamos rituales, leyendas y mitos porque desconocemos su significado profundo o porque no tenemos las herramientas intelectuales suficientes para llegar a él. Aborrecemos celebraciones, romerías (esas menos, que hay fiesta y alcohol de por medio) y sacramentos porque hemos dejado de creer en lo sagrado sin saber la relevancia histórica, funcional y de espíritu de nuestros antepasados, de nuestros pueblos. De este modo vagamos por este orbe a merced de cualquier ventolera foránea y alienante, que nos sacude las certezas vitales propias de nuestra cartografía y se inmiscuyen en nuestra sangre debido a que, previamente, les hemos dejado el hueco suficiente para que se instalen a vivir y modifiquen el ADN de nuestra esencia vital; en nuestro caso la hispana. Con esta pérdida de la que ni siquiera somos conscientes nos arrojamos a los brazos de nuestro no ser, de eso que no somos porque desconocemos lo que realmente hemos venido a ser, el lugar de donde vienen nuestros ancestros y el destino, siempre incierto, al que nos dirigimos.

            Nuestros castillos se han convertido en letrinas de un apretón, nuestra Historia se ha trocado en una asignatura de mínima importancia curricular y nuestras creencias no son más que cosas de viejas beatas y capillitas amanerados. Y nuestro ser, que debería estar formado por esa seda cultural, espiritual y social que es nuestra tradición, se ha convertido en un barco a la deriva, en una ilusión sin base, fuste ni capitel y, en definitiva, en una vida carente de substancia, dirigida por las fuerzas del deseo inmediato, de las series de nuestra plataforma de pago y, lo peor de todo, de la desmemoria y destinado al más miserable de los abandonos. Pues si somos enanos a hombros de gigantes, lo esencial, y nos dedicamos a matar a esos gigantes, no seremos más que enanos solitarios incapaces de alcanzar a ver por encima de las bardas de la vida.

     Y ahí será cuando sólo los quede la nada. 

El alma es de hierro

Soy un hombre simple. Y cuando un hombre simple razona conceptos complejos, debe llevarlos a su terreno. Al de los sentidos, la intuición, las sensaciones. Explicar abstracciones es más fácil cuando las acercas a lo concreto. A la realidad. A la cárcel de subjetividad impuesta a los hombres incapaces de alejarse de lo terrenal.

No puedo hablar con autoridad sobre iluminación. Sobre divinidad. Sobre espíritu. Sobre el alma humana. ¿Qué he de saber de esos temas, ni siquiera en lo académico? Nada, no sé nada.

De lo que sí sé es de frío. Del temblor de las manos de un hombre cuando se está congelando. De calor. De la mirada vacía de alguien deshidratado. De golpes. Del tambaleo torpe después de recibir un puñetazo inesperado. De cuanto está al alcance de una mano que es más cuero que piel, de unos ojos cansados perdidos en una noche oscura. De la luz roja de un cigarrillo en mitad de una ventisca. De lealtad de dentelladas, no de palabras. De dureza. Resistencia. Tenacidad.

De hierro. Os puedo hablar de hierro.

Digo, y lo hago porque necesito aferrarme a lo físico para entender lo espiritual, que el alma del hombre es de hierro. El alma del hombre es de hierro, sí. Lo es al nacer, por lo menos. Un hierro informe, tosco, bruto. Uno cuya función y destino dependerá de la mano que lo trabaje. De cómo lo cuide. O cómo lo maltrate. Y esa mano no siempre es la nuestra, porque no siempre somos nosotros quienes damos forma a nuestra alma.

Es una cosa curiosa, el hierro. Con la voluntad adecuada puede doblegar una montaña, pero una simple piedra puede partirlo. Enfría el hierro en exceso y se volverá quebradizo como el cristal. Caliéntalo demasiado, se desintegrará en una fina arenisca inservible, pero peligrosa. Si no lo trabajas, si no haces nada con él, se oxidará hasta pudrirse. Trata de doblegarlo a la fuerza preferirá partirse que cambiar de forma.

El alma es de hierro, sin duda.

¿Qué sucede cuando el alma de un hombre se vuelve fría, insensible? Que el hombre se acaba quebrando, haciéndose pedazos e hiriendo a cuantos lo rodean. ¿Y cuándo, llevado por las pasiones sin mesura, el hombre se calienta? Rabia, ira, lujuria, todas acaban con el hombre sucumbiendo al fuego y volviéndose peligroso, pero inservible. ¿Del hombre apático, arrinconado, abandonado a la pasividad? Envilece, extrañando un mundo que antaño comprendió y ahora no es el suyo, creando una corteza sucia y mezquina que mancha a cuantos intenten acercarse.

Pareciera con estas líneas que el hierro es el material más vil sobre la tierra. Y nada más lejos de la realidad.

 El hierro es capaz de las más grandes proezas. Con la voluntad adecuada. Pon el hierro al fuego. Atempéralo. Sácalo y, aún ardiente y luminoso, colócalo sobre otro hierro más resistente y golpéalo con un martillo. No sólo cambiará su forma, sino que también se endurecerá. Castígalo con mano firme, pero justa. Entiende cómo golpear, dónde, cuándo. Yunque y martillo enseñan, dotan al hierro de nuevas características. Resistencia. Flexibilidad. Le dan forma. Caliéntalo de nuevo, enfríalo en aceite. Hazlo duro donde golpea, flexible donde soporta golpes.

La fragua son experiencias. Cuanto más frío vivamos, más agradeceremos una ducha caliente. Cuanto más calor, mejor nos sabrá el agua. El sufrimiento nos prepara para la incomodidad, el terror nos hace inmunes al miedo. La fragua prepara al hierro, pero son el yunque y el martillo quienes lo moldean. El yunque son nuestros padres. Hierros más duros, más gruesos, inamovibles e indestructibles. El martillo, sus lecciones.

Juntos, padres, lecciones y experiencias, moldean el hierro. Lo convierten en lo que necesita ser.

La labor del padre no dista, pues, demasiado de la del herrero.

El alma del hombre es hierro y la labor del padre es la del herrero.

Un pensamiento simple para un concepto complejo.

El Visitador: Una novela de aventuras y humanismo en el Siglo XVIII

La novela «El Visitador» del escritor menorquín José A. Fortuny, nos traslada a una fascinante historia de ficción histórica ambientada en el siglo XVIII. Esta obra, publicada por Letrame, se centra en la vida y logros del filántropo inglés John Howard, un reformador de prisiones cuyo legado en la mejora de las condiciones carcelarias y hospitalarias han sido importantísimo, aunque desgraciadamente su figura sigue siendo bastante desconocida.

La trama y el contexto histórico

«El Visitador» narra el viaje de John Howard, alguacil mayor de Bedfordshire, quien dedicó gran parte de su vida a inspeccionar prisiones y recintos hospitalarios en Inglaterra y Europa. En una época donde la negligencia y la inhumanidad predominaban en las instituciones penitenciarias, Howard emergió como un pionero de los derechos humanos, luchando por un trato digno y humanitario para los presos. A partir de 1772, sus esfuerzos se centraron en realizar diagnósticos detallados y promover reformas que buscaban mejorar la vida de los reclusos.

La novela es trepidante, llena de hechos históricos que enriquecen la narrativa, llevando al protagonista a través de diversas ciudades europeas mientras se enfrenta a los desafíos de su misión. Este enfoque permite a Fortuny explorar el lado humano de Howard, destacando su persistencia, compasión y determinación.

Personajes y temáticas

Además de John Howard, la novela presenta una variedad de personajes, tanto históricos como ficticios, que complementan la historia. Entre ellos encontramos figuras emblemáticas como Mozart y Diderot, quienes aportan un toque cultural y contextual a la trama, aunque serán el sirviente de Howard, Thomasson, y una enigmática mujer, Camille, quienes formarán un triángulo lleno de intrigas y sospechas.

Fortuny aborda temas profundos y universales como la corrupción en los sistemas penitenciarios y hospitalarios, la negación del derecho a la regeneración, y la desigualdad social. A través de la narrativa, el autor invita al lector a reflexionar sobre la importancia de la cultura y la ética en la mejora de las condiciones humanas, destacando el papel de los reformadores y visionarios en la historia.

Un estilo narrativo muy sugerente

Una de las grandes virtudes de «El Visitador» es la habilidad del autor para transportar al lector al siglo XVIII con descripciones vívidas y detalladas. Desde la primera página, el lector se ve inmerso en la atmósfera de la época, sintiendo la sórdida realidad de las prisiones y las amenazas que se esconden en cada rincón.

La novela admite múltiples lecturas. No solo es un relato de aventuras, sino también una profunda reflexión sobre la condición humana y los desafíos de la reforma social. La mezcla de hechos históricos y ficción logra mantener al lector enganchado, ofreciendo una experiencia literaria enriquecedora y emocionante.

Reflexiones finales del autor

En el apéndice de la novela, titulado «Sobre la gestación de este libro», José A. Fortuny reflexiona sobre el proceso de creación literaria y las dificultades que enfrentó debido a su condición física. A pesar de estas dificultades, Fortuny encontró en la escritura una forma de expresar su pasión y compromiso, lo que se refleja en la profundidad y calidad de «El Visitador».

El relato de Fortuny sobre su enamoramiento con la historia de Howard y su dedicación a la escritura es inspirador, recordando a los lectores que la perseverancia y la pasión pueden superar cualquier obstáculo.

En definitiva, «El Visitador» es una obra que combina aventura, historia y reflexión social, ofreciendo una lectura apasionante. José A. Fortuny ha logrado crear una novela que no solo entretiene, sino que también educa y provoca la reflexión sobre importantes temas humanitarios y sociales.

Para aquellos interesados en explorar esta fascinante novela, pueden obtener más información y adquirir el libro a través del siguiente enlace:

https://joseantoniofortuny.com/novela-historica-el-visitador

La necesidad de historias

Carmen no perdió el aplomo, no tenía por costumbre hacerlo, y sin eliminar ni un instante de sus labios la sonrisa le dijo que lo más bonito de la literatura era que no servía para nada y eso, eso era maravilloso.

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