Birras y Divagaciones

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Mes: abril 2024

Chivatos

Pocas horas antes de sentarme a escribir estas líneas –yo bien, a Dios gracias, espero que usted también– me entero de que hoy hay votaciones en las Provincias Vascongadas. El caso –sección de Sucesos Políticos– es que habrá mil quinielas sobre el resultado de las votaciones. También encuestas, opiniones y apasionadas conclusiones extraídas tras cruzar el histórico de éxceles de la Junta Electoral Central.

Todo tiempo perdido que nunca recuperará su inversor. Yo les adelanto el desenlace comicial: gana el 78, pierde España. Todo lo demás es ruido y entretenimiento infecundo. El reparto material de escaños favorecerá nuevos avances en el proceso de federalización setentayochista. Donde el Estado avanza, la Nación retrocede y ya no recupera el terreno perdido. Así llevamos 45 años, en un programa de desespañolización financiado y ejecutado por el Estado –el 78– con tus impuestos.

Pero la aristocracia setentayochista de anglosajonia repite ante cualquier alcachofa que le pongan delante que el 78 es lo mejor que ha hecho España, que es una opinión compartida por todos los enemigos de España. 

A las alcachofas las llaman en Cádiz alcauciles, que resulta que en los ambientes lunfardos bonaerenses es un término apropiado para los soplones, los chivatos y los delatores. De esos los tenemos a espuertas. En nómina de terceras potencias los hay en el Gobierno, en la oposición, en los medios, en el monolitismo editorial y hasta memos de balde a los que no les falta su alcachofa. Tenemos a gente que trabaja para el enemigo hasta sin saberlo. Ahora bien, la palma de acusicas en todo Occidente no es sólo de los que trabajan para terceras potencias, sino ciertas entidades que lo hacen para la propia: los bancos delatores de sus clientes ante los gobiernos que hacen las leyes con las que operan esos bancos para sablear a sus clientes. Gobierno legislador y banco expropiador. Poesía circular del robo con el BOE por orden del PSOE. Poesía política de rima jurídica.

Del dinero en el banco va mucho de lo que pasa. El G7 dice que se va a quedar con lo que tengan los rusos en bancos occidentales. Esto sólo es posible si el banco colabora en el robo. La postmodernidad ha hecho del banco un enemigo del individuo.Tumbados en el sofá, mucho antes de tuitear y de que se sucedieran las temporadas de Los Soprano, de The Wire y de Deadwood, los occidentales ya habían perdido una de sus libertades fundamentales. Un día, los bancos ya habían dejado de trabajar para sus clientes porque trabajaban para el Gobierno. ¿Para qué tomarse la molestia de captar depósitos si el Poder te puede garantizar beneficios milmillonarios a golpe de BOE a cambio de la delación? Así gobiernan los salvajes, succionan –Jouvenel– de quien produce y destruyen –Maquiavelo– todo lo que conserve algún signo de antigüedad. Lo talibanes afganos, los grandes Budas de Bamiyán; el Daesh, los restos de Palmira; el 78, la mayor Cruz del mundo.

De mapas e hispanidades

Desde chiquito me encantan los mapas. En mi casa había un atlas, mil veces manoseado por mis dedos infantiles, con el que soñaba con viajes transoceánicos, selvas impenetrables y montañas copadas por nieves perpetuas. Era como poder materializar las aventuras narradas por Julio Verne, por ejemplo, en un  libro de puntos geográficos reales, pero no por ello exentos del misterio arcano de la vida. No sólo pasaba mis ojos pueriles por las geografías ignotas de los seis continentes, también buscaba en el tomo que la enciclopedia familiar había dedicado a dicha ciencia toda la información disponible sobre ciudades, pueblos y parajes que soñaba con visitar. De aquellas no había otro modo de recopilar el material con la que se fabrican los sueños. Era parte de mi experiencia vital, de mi propia aventura, de un juego con el que aprender y tener conciencia del mundo que habitaba.

 Lo mismo me ocurrió con los diccionarios. Buscaba palabras, significados, etimologías como si de un juego se tratara, como ese juego que practican los cachorros de lince para aportarles la destreza suficiente para lograr cazar el alimento que les mantiene con vida. Un juego que, junto con el de los mapas, he mantenido en la adultez y más de un ser querido se ha quedado estupefacto al solicitarle como regalo de cumpleaños un diccionario de sinónimos y antónimos o, mejor aún, un atlas nuevo y en formato gigante. Pero esa es otra historia.

Cada uno tiene la pedrada que tiene. Yo, entre otras muchas, tengo éstas.

Como decía, los mapas me fascinaban (y lo siguen haciendo) y mis ojos infantiles, igual que veían figuras en las nubes, reproducían gestos o caras en los relieves de las ínsulas, penínsulas y continentes. Y entre todas estas topografías me destacaba el curioso aspecto que tienen las costas de la Península Ibérica. Se decía que España era una piel de toro estirada, y de este modo se nos unía con este animal totémico. Pero yo miraba más allá y veía que de Portugal sólo nos separa una raya dibujada por la cartografía y que todo unido, la Hispania, tenía la forma de una cara humana situada de perfil. La frente, con el pelo iracundo de las rías, era Galicia. El ojo era la ciudad de Oporto. Y la nariz, como no podía ser de otra manera, era el estuario del Tajo en Lisboa. Cierto que la nariz era gongorina y fea, pero nariz al fin y al cabo, que es lo que de verdad importa.

Lo curioso del resultado de esta mi imaginación es ver que el mapa ibérico no se halla mirando hacia Europa, sino que se encuentra orientado hacia el Océano Atlántico y, por ende, hacia América. Porque ese continente es donde la vida nos ha dirigido desde muchos años ha. Hemos mirado tanto a América que sería imposible comprender España (y Portugal) sin ella. Y viceversa.

 Los grandes hitos hispanos acaecen en el año 1492. No es baladí que se culmine la Reconquista y se descubra un nuevo mundo en el mismo año. No. Más bien parece un designio divino. Castilla y Aragón se unifican y no se conciben sin la magna conquista americana. Dando lugar, pues, a las Españas de acá y de allá. Porque los virreinatos y luego las provincias de ultramar no fueron de España, sino que eran España. La ciudad de México era más importante cultural, social y económicamente que Madrid, por poner un ejemplo.

 Como en todas las etapas históricas hubo momentos oscuros, no se pueden negar ni por supuesto olvidar, pero, a pesar de la resonancia que ahora por intereses políticos se les quiere dar, fueron menos, aunque hicieron mucho más ruido, que los momentos de iluminación (reflejados en hospitales, universidades, la gran gesta del mestizaje, que nos hizo como somos, entre otras). Pero el problema gordo vino después, con las injerencias anglosajonas y europeas que provocaron que los criollos, en franca minoría y pertenecientes a las clases pudientes, se alzaron contra su propio país y lucharon contra los ejércitos realistas, integrados en su mayoría por mestizos e indígenas, insuflada su alma con la idea de continuar siendo españoles. Curioso, al menos.

 Y otro problema no menos grave se uniría más actualmente a los ibéricos (españoles y portugueses) que no sería otro que su cambio de mirada. Un cambio de mirada drástico, de ciento ochenta grados. Oporto, el ojo de la península, ya no miraba a ultramar, ya no miraba a nuestros hermanos de Hispanoamérica, ahora miraba y se colocaba para lamer el culo de nuestros enemigos ancestrales, de quienes inundaron con su veneno a nuestras gentes para odiarnos los unos a los otros. Pero no sólo les lamemos el culo colonialista, ellos sí que lo han sido y lo siguen siendo, sino que les regalamos parte importante de nuestra soberanía a cambio de unas migajas en forma de subvenciones o regalías, con la capacidad de generar una deuda con visos de convertirse en impagable y de este modo mantenernos sojuzgados bajo la bota marcial de su poder económico. Nada nos une a un holandés en bicicleta, a un luxemburgués con el bolsillo lleno o a esa joven alemana que se pasea por las gélidas calles de Bonn, y eso que también fueron de España. Sin embargo, puedo hablar de un sinfín de temas y en su lengua materna con un habitante de la Medellín de allende los mares, comulgar en la Semana Santa guatemalteca (declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad) o sentirme como en casa estudiando a orillas del Lago Español en la Universidad de Lima. Y todo ello debido a que tenemos muchísimas más cosas que nos unen que las que nos separan.

 Y no estoy hablando de nostalgias imperiales (no se puede tener nostalgia de algo que no has vivido), sino de construir una comunidad fuerte, basada en los lazos que nos fusionan y hacernos valer ante este mundo que por su propio pie se cae. Es probable que esa comunidad geopolítica se convirtiera en el pilar sobre el que sustentarse Occidente entero.

 Por desgracia, esto no deja de ser una entelequia o el simple sueño de un niño que se crio arropado por un tomo de geografía de una enciclopedia y las páginas de un atlas, hoy arrumbados al estante del olvido. Y este niño, que descubrió que América nace en los Pirineos, sin quererlo mucho se ha hecho mayor.

Publicado originalmente en El Tábano.

La calma de los gentiles

Vengo dándome cuenta, de un tiempo a esta parte, de un problema grave de nuestro tiempo. No ha sido una epifanía, sino un descubrimiento paulatino, lento, contrastado con pequeños ejemplos diarios.

La gente ha perdido la capacidad de ver venir el peligro. De prevenir. De calcular riesgos.

No soy un hombre inteligente. También me falta la experiencia necesaria para la sabiduría. Por tanto, me muevo por la vida de puro instinto, como el perro de caza que endereza lomo y cola cuando ve un pájaro sin saber por qué. Simplemente lo hace. Porque es lo que toca. Lo que le manda la sangre.

No recuerdo la última vez que me senté de espalda a una puerta. Camino con el teléfono en el bolsillo, los cascos en su funda y los ojos en continuo movimiento. Pienso en cómo salir de los sitios prácticamente antes de entrar. Compruebo las cancelas antes de ir a dormir, tengo un hacha de mano en la mesita de noche y un garrote en la guantera del coche. Me despierto si mis perros se mueven, no concilio el sueño hasta sentirlos tranquilos.

No soy un paranoico. No vivo con miedo. Sólo hago las cosas como sé hacerlas, como me pide el cuerpo. Como manda la sangre.

Compruebo fascinado cómo la gente va por la calle con la mirada fija en el teléfono móvil. Cómo se meten en antros plagados de delincuentes sin dudar. Cómo entran en barrios chungos porque el garito de moda está allí. Cómo manosean el ordenador de a bordo de sus carísimos coches eléctricos mientras conducen.

Y me doy cuenta de que no son conscientes del peligro.

Es una cuestión de responsabilidad, me temo. De madurez. De alargar la adolescencia hasta los sesenta años. Ignorar el proceso natural de la vida de hacerse cargo de las consecuencias de los propios actos según vas adquiriendo uso de razón.

Porque ahí reside la raíz de la cuestión: sólo un insensato ignora el peligro.

El peligro es una cosa curiosa, además. Porque no siempre es algo obvio. La mayoría sabe reconocer el peligro en un hombre de pupilas enormes empuñando un machete. En un perro de lomo erizado y hocico espumoso desgañitándose a ladridos. En el fuego. En el mar. La oscuridad.

Lo que la inmensa mayoría desconoce (quizá sería más adecuado decir que ha olvidado) es dónde reside el verdadero peligro.

El verdadero peligro reside en el hombre gentil.

Nada más peligroso que el hombre educado, respetuoso, honrado y amable, de manos curtidas y hombros anchos. Aquel con esposa a la que amar, hijos a los que proteger y Dios al que temer.

Esta sociedad infantilizada, irresponsable, atomizada y sin raíces parece haber olvidado que esos hombres fueron los que la construyeron. Y que esos hombres tuvieron hijos con sus mismos valores, respetos, honra y pasiones. Hijos que aman suficiente la paz como para transigir ofensas, aceptar empujones y soportar insultos con una sonrisa incómoda.

Pero hombres capaces de encabezar la más justa de las guerras cuando se los oprime. Cuando los tiranos tensan la cuerda, entre carcajadas y chanzas confiadas, hasta romperla. Cuando sus secuaces abofetean una última vez la mejilla enrojecida de tanto exponerla al golpe.

Cuando los estúpidos confunden al hombre pacífico con el indefenso.

Decía Patrick Rothfuss que todo hombre sabio teme tres cosas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre amable.

¿Cuán irresponsable debe ser alguien para seguir buscando exaltar la ira de los gentiles?

Quien pueda entender esto, que lo entienda.

La Reconciliación que no llega

Decía Joseph Adisson que el débil puede combatir, puede vencer pero nunca puede perdonar. Parece que la debilidad lleva años escapándose por las costuras de la consciencia colectiva, atorada en guerras internas y rencores de acontecimientos no vividos.

Precisamente de perdón y reconciliación habla el documental del Valle de los Caídos realizado por Terra Ignota. Resulta curioso que un proyecto creado en 2020 por un grupo de amigos, sea el responsable de poner en la órbita audiovisual una pieza necesaria para evitar que esas costuras de la consciencia a la que me refería antes no terminen de deshilacharse. Aunque bueno, de sobra es sabido que en ocasiones las grandes gestas no se hicieron por altos mandos si no por soldados rasos.

De de la mano del historiador Alberto Bárcena, de Pablo Linares, presidente de la Asociación para Defensa del Valle de los Caídos y de fray Santiago Cantera, prior de la Abadía de la Santa Cruz, se repasa la historia de su creación, los motivos que llevaron a construirlo y la vida monacal que llevan a cabo los monjes que habitan el Valle. En su hora y media de duración a lo único que se hace apología es al respeto y la verdad; a través de un relato serio, cuidado y bien construido, en el que se trata con deferencia a las víctimas de ambos bandos y se le da la honra que merecen.

«Ora et labora»

Acompañado por la música del coro de la Escolanía del Valle de los Caídos, los planos aéreos de una Sierra de Guadarrama nevada, con la cruz alzándose imponente entre las nubes; las esculturas de Juan de Ávalos recortadas contra la niebla y la figura de los monjes ataviados en sus hábitos, dan muestra del valor patrimonial del lugar. Un patrimonio abandonado y denostado por las autoridades políticas y la sociedad, que ahora ve en riesgo su continuidad.

Resultaría absurdo que los romanos quisieran deshacerse del Coliseo porque fue un lugar en el que moría gente para diversión del pueblo, o que los bolcheviques hubiesen volado El Palacio de Invierno, símbolo del zarismo. Y ni siquiera hay que salir fuera de España, en Andalucía siguen en pie la mezquita de Córdoba o la Alhambra de Granada, huella del paso de los árabes por la península.

Terra Ignota teje a través de testimonios sinceros las causas que explican porque no debería tener que defenderse, como si de una amenaza se tratase, un monumento que se hizo con el único fin de no olvidar. Sería mejor mirar al presente con la enseñanza que dejaron aquellos que derramaron su sangre por un error que, parece, muchas personas quieren volver a repetir. También se relata de primera mano la actividad diaria que realizan los monjes del Valle, qué encuentran en la vida contemplativa y cual ha sido su trayectoria hasta llegar allí.

Un documental muy recomendable que consta de dos partes disponibles en YouTube, en el que no se echa sal a las viejas heridas, todo lo contrario, se intenta hacerlas cicatrizar. Una muestra de la importancia de cultivar la sabiduría para nutrir la memoria. La real, la que duerme pero despierta, la que aprende y no repite la falta.

Como decía Pablo Linares, nieto de un republicano, una guerra civil es la peor de todas las guerras. Es el mayor fracaso de una nación porque supone la muerte entre hermanos, personas que compartimos el cordón umbilical de nuestra cultura. Sin embargo, existe un fracaso todavía mayor; el olvido.

Un país que borra su historia es un país que se niega a sí mismo.

Solvang Sundance

Gibraltar

La mejor película de la que un español puede ser espectador en este momento es Hispanoamérica. Canto de vida y esperanza, dirigida por José Luis López-Linares. Hasta el Rey ha ido a verla. O la que hoy estrena Terra Ignota sobre el Valle de los Caídos, que es de todos los españoles. De todos, no de unos contra otros. El Ejecutivo, en cambio –qué hartura de Gobierno–, prefiere butacas para otra película cuando es en el escenario donde está su sitio.

Existen conversaciones sobre las relaciones de Gibraltar con la UE tras el Brexit. Según Moncloa, hay «avances en el Acuerdo UE-Reino Unido en relación con Gibraltar». Esto es, España es espectadora de unas negociaciones sobre la situación de la colonia que la traicionera Inglaterra tiene en territorio español.

España se desvanece de la misma España. El Gobierno y la oposición pepera ya se fueron hace unos días a Bélgica a usurpar al Rey, que –por un exceso de prudencia o una falta del ánimo– nada dice mientras un comisario europeo le merienda el artículo 56 del 78 y le «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones».

Ahora sabemos que Moncloa también se desentiende de la penosa tarea de gobernar y que prefiere sentarse a comer pipas junto el corsario Picardo –alcalde del Peñón invadido por el inglés– mientras deja que sea un burócrata eslovaco (!) quien negocie la integridad de España. Hay soldados españoles en Eslovaquia para defender su integridad territorial de una agresión imaginaria de no se sabe qué enemigo. La bandera inglesa en Gibraltar es real.

El Ministerio de Defensa, para el que trabajan esos soldados españoles enviados recientemente a Eslovaquia ha negado últimamente que el puerto de Mahón –ay, la Pascua Militar– sea o vaya a ser base naval de la OTAN. A Menorca van los buques otaneros desplegados en el Mediterráneo cada vez que les hace falta mahonesa. Tenemos la enseña británica en la península desde hace 300 años y ahora va a fanfarronearle la señora Robles a la OTAN. Se pondrá guapa con los tragaembustes de los que el 78 ha llenado España, porque a un almirante useño no tiene arrestos para rechistarle. Hasta Cartagena la presentaban las informaciones como base de hecho. No Rota, ¡Cartagena! Pero la desmentida es sólo Menorca. 

El caso es que –volvamos a Gibraltar– el comunicado de Exteriores explica que la reunión tuvo lugar en Bruselas. Lo primero es preguntarse qué hace Exteriores tratando la integridad de España. En Bélgica. Nos informa de que el encuentro tuvo lugar «en una atmósfera constructiva». Esto quiere decir que el español no le levantó el dedo ni la voz al inglés. También apunta que en las «negociaciones» –¿de qué nos sonará que Moncloa negocie la integridad de España en el extranjero?– «se han conseguido avances significativos». ¿Quién los ha conseguido? ¿En qué dirección han avanzado? ¿Con qué significado? El comunicado es un enigma. La bandera es una certeza.

Iniciativa

La falta de iniciativa política es un grave problema. Nace de muchas causas. La principal es la imitación. Qué facil es dejarse llevar por la corriente de los titulares de entretenimiento y hablar cada día de lo que toca. Uno, de tal decisión del Ejecutivo; otro, de lo que dice un grupo del Legislativo; el siguiente, del nuevo error judicial que librará del peso de la Ley a fulanito o a menganito; y todos, de una u otra corrupción.

Así se suceden los días hasta llegar a un punto en el que el mismísimo presidente del Gobierno se presenta ante el mundo como un antropófago entre huesos humanos dispuesto a alimentar titulares con la profanación de restos mortales –¿acaso un ritual monstruoso como me apunta un amigo con su habitual perspicacia?–.

Todo esto no son más que mezquindades y bellaquerías. Es una máquina de inmundicia para obligar a ocuparse de este tema o de cualquier otro a quien tiene capacidad –aunque sea mínima– de poner sobre la mesa los temas que de verdad importan. Son esas materias de las que al final nadie habla pero que, en realidad, son el sustrato mismo de la cultura occidental.

Porque es a esto a lo que nos enfrentamos: a la muerte de Occidente tal y como lo hemos conocido durante los últimos 2.500 años. Todo es efímero. Y aún más si nadie lo defiende. Unos porque son los que lo atacan desde dentro y otros porque no lo atienden como deberían, porque cada día están ocupados con comentarios sobre la copla de la jornada. Si hay alguien que de verdad quiera cambiar las cosas, lo primero que tiene que transformar son los medios de acción política.

Los conservadores socialdemócratas de todos los partidos quieren dejarlo todo como está para continuar por la senda totalitaria por la que ya avanzamos. Hacer como ellos no alterará las cosas. Tener un discurso distinto no basta. Hay que imponerlo sobre los demás. Y para llegar a tener éxito en esa empresa hay que conquistar la iniciativa política.

¿En qué consiste esto? En primer lugar, en tener diáfanamente claras tres o cuatro ideas esenciales. No hacen falta más, porque de esas pocas ideas fundamentales han de seguir las demás en coherencia con ellas. En segundo lugar, en no distraerse ni contestar jamás a lo que toque cada día. No hay que dar respuestas ni al PSOE ni al PP ni al sursuncorda. Al contrario, tener la iniciativa radica en que sean los demás los que bailen al son de tu música. Esto es, al ritmo de tus propuestas.

La iniciativa política es, en síntesis, convertirse en el motor del debate sobre el que los demás se ven obligados a polemizar. Esto no se consigue de un día para otro. Exige trabajo, discernimiento, determinación y perseverancia. ¿Quién dijo que fuera fácil? Pero es tanto y tan importante lo que está en juego que exige una reacción inmediata de quien esté en disposición de ejercer la iniciativa política. En primer lugar: reconquistarle al Estado la libertad individual.

La Cuartilla – Javier Torrox – 8 de abril de 2024

Del alma de las cosas

Ruge el fuego en la fragua. El hierro pasa del negro al rojo. Del rojo al naranja. Del naranja al blanco. Se posa sobre el yunque y recibe estoico al martillo. Se sucede el rítmico tintineo de los tres metales en sintonía. No es ruido, sino música. Una canción íntima, secreto compartido entre el herrero y su creación. Un golpe al hierro, dos al yunque.

Cling – cling, clang. Cling – cling, clang.

La música se transforma pronto en otra cosa. Ya no es el ritmo de una herramienta sobre un hierro. Es el latido de un corazón. Suena acompasado, perfecto. Todo lo perfecta que puede ser la obra de un hombre.

El herrero apoya su trabajo (suyo, de nadie más) a un lado del yunque. El tono naranja se va perdiendo, cada vez más frío, más rojo. Podría darle un toque más. Enderezarlo antes de volver al fuego. Balancea el martillo. Se lo piensa. Lo vuele a balancear. Sonríe. Lo devuelve a la fragua. Dudar significa fallar. Lo sabe. Ha hecho bien en no dar ese último martillazo.

Dios no creó a Adán con un último golpe al rojo, sino con su aliento. Suavidad, delicadeza. Vida.

El calor vuelve al hierro y así vuelve el herrero al martillo. La mirada fija en su labor, precisión en los golpes. Un mal impacto dejará una marca indeleble. No puede permitírsela. No si busca acercarse a la perfección. No cuando está creando.

La capacidad de crear es quizá el rasgo definitorio del hombre. Una máquina puede cortar, tallar, ensamblar, atornillar. Puede hacer todos los pasos necesarios para construir algo, pero jamás crear. Una inteligencia artificial puede generar imágenes, desarrollar escenarios, escribir textos. Pero jamás crear. Ninguna IA traerá al mundo un Velázquez. Ningún robot tallará la Piedad.

Quizá se acerquen cada vez más. Quizá. Pero siempre serán objetos fríos, inhumanos. Desprovistos de alma.

Una de las creencias ancestrales de nuestra especie es el animismo. Los objetos con alma. No sólo los objetos: montañas, ríos, bosques. También animales. Pero hoy hablamos de objetos. De objetos con alma.

Porque algunos objetos la tienen. Quizá no como la humana. Si es que existe. Pero sí carácter propio. El viejo coche ensamblado por hombres de gruesas manos manchadas de grasa. La herramienta de labranza pasada de mano en mano, de padre a hijo, cien años de trabajo proveyendo de alimento a una familia. El cuchillo templado con mano firme por el herrero, decenas de horas de trabajo, la mirada fija, el sudor en la frente, la garganta desgarrada por el intenso olor a hierro.

El hombre es creador, decía. Está en su naturaleza. Y la creación no es un proceso mecánico, sino espiritual. Consiste en poner parte de uno mismo en su obra. Imbuir de espíritu un material informe mediante el esfuerzo. Doblegar la naturaleza inamovible de la materia mediante la voluntad del hombre, la fuerza más poderosa de la naturaleza.

¿Cómo no tener alma tras eso?

Supongo que se llama madurar

Mis perros han ladrado a medianoche. No suelen hacerlo. Vivimos en una casa a las afueras, hay animales salvajes por la zona, pero no suelen ladrar a medianoche. No suelen ladran, en general. Si lo hacen… Quizá haya gente.

Estaba despierto, leyendo. Al oírlos, me he quedado un par de segundos quieto. Esperando escuchar el chillido de un jabalí, tal vez un gato maullando. Sin embargo, sólo silencio. Silencio. Puede ser una cosa bastante aterradora. Me he levantado y ahí estaba. Mi viejo cuchillo de los años en el Ejército. Un buen hierro, grande, firme, frío. Robusto.

Hay algo en el corazón del hombre. Un vestigio. La memoria genética de miles de años de evolución. La sangre ardiente de antepasados cuyo único remanso de paz, los muros de su castillo, dependían de un hierro confiable y la mano empuñándolo.

Lo he empuñado. Sin desenfundarlo. El acero llama a la sangre, una llamada que es mejor no hacer en vano. Con el confiable peso en la zurda y la diestra entorno a su empuñadura he revisado la casa. Moviéndome lento, revisando el exterior desde las ventanas, comprobando la cerradura de las cancelas. Silencioso. Metódico. Con la cabeza preparando media docena de posibilidades. Los oídos atentos a pasos, susurros, al zumbido de una radial arañando el hierro colado.

Un par de minutos tensos con la única compañía del silencio, la oscuridad y el confortable peso del hierro fiel en la mano.

En otro tiempo, habría sentido el latir desbocado del corazón ante la perspectiva de un intruso. El acero habría estado en la mano incluso antes de levantarme. Desenfundado. Dispuesto. Hoy, la perspectiva de cruzar cuchilladas con un desconocido se me antojaba peligrosa. Algo a evitar, incluso si hablábamos de un intruso. Me he sentido más cansado que dispuesto.

Supongo que se le llama madurar. El arrojo de la juventud viene ligado de forma inevitable a su insensatez. El joven puede ser temerario por la falta de experiencia que lo hace incapaz de reconocer el peligro. Los jóvenes se sienten invencibles porque la muerte les queda lejos, siquiera una sombra en el horizonte lejano.

Una audacia sostenida por la irresponsabilidad.

Todo cambia cuando, ante el peligro, tu primer pensamiento es para otros en lugar de para ti mismo. Cuando te mueves en silencio por una casa oscura pensando en qué será de tus hijas si te matan. O si te llevas a alguien por delante. Cuando antes de un plan de acción desarrollas el de reacción; cuando atacar no es tan importante como proteger.

Y, sin embargo, ahí estás. Con la cabeza en la habitación de tus hijas mientras los dedos se crispan sobre una empuñadura y los pasos te mueven con sigilo por toda la casa.Al final, las entradas estaban cerradas con llave y el jardín vacío. Mis perros han vuelto a dormir. Quizá nadie de la casa se ha dado cuenta de nada. Sólo yo. He vuelto al despacho. He devuelto el cuchillo a su sitio. He recuperado la butaca.

Y me he sentido viejo. Mucho.

Supongo que se le llama madurar.

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