De obviedades
Era cuestión de tiempo. Tarde o temprano me iba a tocar hablar de feminismo.
Era cuestión de tiempo. Tarde o temprano me iba a tocar hablar de feminismo.
No quedan hombres valientes. O, en caso de hacerlo, son pocos, muy pocos. Los últimos. No me incluyo entre ellos, por supuesto. Quien lea estas líneas tampoco debería. Por un motivo muy sencillo:
El valor no nace de la voluntad, sino de la necesidad.
Vivimos, crecimos, nos criamos en una España rica, próspera. Una Patria fuerte con un destino manifiesto y un innegable lugar en el orden de todas las cosas, en el mundo. La mayoría de nosotros no ha conocido el hambre. No me refiero a quedarte una noche sin cenar o a pasar una mala enfermedad intestinal. Hablo de hambre de verdad. La que cuando descubre la magnitud del vacío del estómago decide residir en la cabeza. Atormentar el pensamiento, adormecer la razón, convertir al hombre en un animal capaz de cualquier cosa.
No es el único ejemplo, pero sí el más visceral. Si el valor nace de la necesidad, nosotros no podemos desarrollar verdadera valentía.
Quizá la última generación de hombres valientes de España murió con nuestros abuelos. Aquellos sangrando en la guerra civil. Los que fueron a Europa a defenderla del comunismo, luchar contra los nazis, liberar París, atrincherarse en Krasny Borr.
Las espaldas cuyo esfuerzo hizo posible el Milagro Español.
De las virtudes de aquellos surgieron nuestros defectos. La indiferencia ante la vida. Porque el antónimo de valiente, aún RAE mediante, no es cobarde, sino indiferente. Apático. El cobarde por lo menos actúa, aunque sea para huir.
Se amontonan las pruebas de cómo la Patria se encuentra en una espiral descendente hacia su más absoluta destrucción. Lo hacen ante los ojos de cualquiera con ganas de verlas, leerlas, interpretarlas. Quien quiera comprender que la historia es un concepto cíclico y estamos condenados a repetirla por la intrínseca naturaleza del ser humano.
El hombre de hoy, ufano y vanidoso, no es diferente del romano del s. V. De quien veía a los bárbaros traspasar los limes pero encogía los hombros. «No llegarán aquí», «la corrupción es natural, yo también lo haría», «estos godos ya asimilarán nuestra cultura».
Sorprendentemente, ya nadie habla latín.
Sucede con nosotros lo mismo que pasó con el cine. Perdonad la súbita digresión. Valdrá la pena.
Creo.
El cine, decía. Con la proliferación de los efectos especiales generados por ordenador, se ha facilitado la vida de todo el mundo. Los especialistas ya no corren riesgo de partirse la crisma, no es necesario preparar al milímetro las escenas, las explosiones no requieren de sofisticados sistemas y temporizadores para detonar en el momento oportuno. Los monstruos se hacen con ordenador, sin soportes físicos. Los actores no dedican horas a ser maquillados. Todo es más fácil, sencillo, eficiente, cómodo. Conveniente.
Sin alma. Vacío.
Porque no hay trabajo honrado detrás. No hay sacrificio, gente dispuesta a acabar en la UCI por hacer la escena perfecta. El esfuerzo de los maquilladores convirtiendo la cara de Arnold Schwarzenegger en la perfecta máquina de matar de Terminator. Viggo Mortensen aprendiendo esgrima para enfrentar orcos en El Señor de los Anillos o acabando la escena con un pie roto.
Ahora lo hace un ordenador, no hay necesidad de esforzarse. Y sin necesidad…
Tenemos a Natalie Portman incapaz pisar un gimnasio para encarnar a Thor. O a Jennifer Lawrence negándose a pasar seis horas siendo maquillada para las películas de La Patrulla X.
El problema surge ahora, cuando hay varias generaciones criadas en esa comodidad. En la abundancia. En la inmediatez. En el privilegio asumido como derecho incuestionable.
¿Qué nos depara el futuro? Sin duda mañana necesitaremos a hombres valientes. El problema es saber si los hombres del futuro podrán asumir las implicaciones del valor.
O si la necesidad, en lugar de engrandecerlos, los partirá como una rama seca.
Prefiero no pensar demasiado en ello.
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Hace unos días, La Sexta nos deleitaba con otra de sus piezas periodísticas de primer nivel. Esta vez, la televisión de Ferreras nos contaba que el vicepresidente de Castilla y León, Juan García-Gallardo, perteneciente a esa especie de contenedor de todos los males terrestres, VOX, se había burlado de la procuradora socialista Noelia Frutos debido a su discapacidad.
Lejos de esto, García-Gallardo se había limitado a reafirmar lo que la propia Noelia le pidió, que la tratara como a cualquier otra persona, sin paternalismo. La intervención de la socialista estaba preparada con una dosis bastante grande de maldad, buscando el enfrentamiento entre VOX y las personas con alguna discapacidad, como ya hacen con las personas con gustos sexuales no hetero o con las propias mujeres.
En lo que a mi respecta, joven con una discapacidad visual, el camino iniciado por la señora Frutos me hace temer el inicio de una ola de odio desde un colectivo de personas con discapacidad que solo representará a las de izquierdas y que buscará enfrentar al resto de la gente contra ellas, repitiendo sus mantras sobre “opresión” y “discriminación”.
La realidad es que la inclusión de las personas con algún tipo de discapacidad está en unos estándares nunca antes vistos y, aunque las nuevas tecnologías plantean nuevos retos, la sociedad española hace mucho tiempo que dejó de lado la idea de la condescencia y la discriminación.
A mi, el ejemplo que siempre me ha gustado destacar como muestra de lo anteriormente mencionado es ONCE y su famosa venta de cupón; en la que podemos apreciar, por un lado, el esfuerzo ímprobo de este colectivo por salir adelante y ganarse el pan con su esfuerzo, pero también la implicación de la sociedad española al acudir cada día a comprar el cupón, a sabiendas de que es la herramienta que ha servido generación tras generación para financiar no solo el salario del vendedor, sino un sinfín de adaptaciones que facilitan la vida a los ciegos.
La solución a cualquiera de estos discursos pasa por la reafirmación del estatus de ciudadanía, en detrimento de la colectivización y el odio, mientras se trabaja en solventar las diferentes necesidades que cada tipo de discapacidad requiere, se fomenta el empleo para que podamos ganarnos la vida sin depender de nadie y se debate desde la razón y el conocimiento en temas tan relevantes como sí tenemos derecho a nacer.
La crueldad de meter en el debate público la discapacidad en la forma en la que se ha hecho durante estos días es mucho mayor de lo que la gente se puede llegar a imaginar. Las personas con discapacidad ya tienen en su día a día una dificultad añadida como para que ahora sean colocados en el centro de un diálogo en el que lejos de afrontar sus problemas, se busca convertirlos en un rebaño que piense y vote igual.
Por concluir, destacar que, en la sociedad actual, el mayor riesgo que afrontamos es el individualismo extremo, al que somos más vulnerables que el resto de ciudadanos, pero que nos afecta a todos. Los días en soledad, las noches de Diazepam y las sogas en el cuello en el peor de los destinos son un reto y un problema para todos.
Cuando hablamos del efecto péndulo desde una perspectiva política, solemos pensar que las oscilaciones en su movimiento mecánico nos llevan desde un extremo del espectro político al otro, por toda esa energía ideológica y potencial acumulada en cada legislatura. Y como consecuencia, tendemos a creer que cuanto más cargada está esa energía, más violento será el recorrido que haga de vuelta.
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