Apaga la luz candelera, De todo brillo detesta, Que vuelva a reinar la penumbra De las Noches en la Tierra. Dejad que se apague el fuego Y que humee la mecha Que vaya saliendo la Luna Y brillen sus estrellas. Que vuelva el reflejo de la penumbra Sobre la nieve y las piedras. Devuelve su trono a la Noche, Que sólo iluminen hogueras Al rededor de las cuales Un clan cante sus gestas.
Fosfatos Bucraa ¿A que no sabéis que significan estas dos palabras?
Pues probablemente sea una de las claves que explique la situación política, social y económica de España desde el 11 de Marzo de 2004.
(Empiezo con tremenda estética)
Llevo 4 semanas averiguando cómo empezar este texto.
Los de mi generación recordamos perfectamente donde estábamos el 11 de marzo de 2004. Ni cotiza que nos marcó. Desde entonces todos los días son 11 de marzo.
Recuerdo claramente el periodo 2002-2004: una España vibrante, pujante, creciendo al 4%. El paro al 8%, al PUTO 8%. Entré a la uni con unas expectativas acojonantes. Resultado: emigré a Alemania por la PSOE y me quedé por la PP.
Fue una época interesante. En los institutos había mucho debate político porque era la época de cambios de leyes educativas, huelgas estudiantiles, la invasión de Perejil, el hundimiento del Prestige y finalmente, la guerra de Irak.
¿Dice Ud. Doctor, que nos va a contar quién puso las bombas? Para nada. Ni de coña. Ni de lejos.
Pero os voy a sembrar una duda tan grande que al menos comprenderéis por qué pasó aquello.
Nada de unos mahometanos con 60 capas de calzoncillos, ni montañas ni desiertos lejanos. Que no os líen. La eterna historia de la eterna traición a España y los españoles de las élites nacionales.
Juro que dedico y dedicaré mi vida a que paguen.
«FOSFATOS BUCRAA!!». Así he empezado el hilo. Como siempre, una poquita de historia:
No voy a entrar en por qué España tenía territorios en África. Busquen conferencia de Berlín en Wikipedia. Iré directamente a lo que nos atañe.
El hoy llamado Sáhara Occidental era la unión de dos provincias españolas llamadas “Saguía El Hamra” y “Río de Oro”, con capital en Villa Cisneros, hoy renombrada por el ocupante como “El Aiún”.
Era un territorio bastante inhóspito y despoblado por donde hacían sus vidas diferentes tribus nómadas de las que se creen que provienen los guanches canarios. España no puso mucho interés en estas tierras hasta la segunda República, donde se empezó a explotar la pesca. Luego llegó la Guerra Civil y las movidas se centraron en la península por un tiempo.
Llegados los años 40, con la crisis que atravesaba España tras la posguerra, el régimen decide explorar el Sáhara Occidental por si hubiera algo de valor. Ya se conocía la gran riqueza de los caladeros, ya que en estas costas convergen ciertas corrientes de agua caliente y fría generando inmensas concentraciones de alimento y, por tanto, peces.
Otra cosa que se encontró fue petróleo. ¿Comorl? Sí, señor. En el Sáhara Occidental hay petróleo. El mapa geológico del Sáhara fue trazado por todas las grandes compañías petroleras de la época a finales de los 40 y principios de los 50, pero se descartó su explotación al descubrirse mayores pozos de más fácil extracción en Canadá.
Con los precios actuales del petróleo, la explotación del Sahara despierta el interés d muchos países, pero la ONU no permite la extracción de recursos de estos territorios mientras no se dirima la cuestión de soberanía.
(APUNTE PARALELO)
¿Sabían que el Sáhara Occidental es el territorio no reconocido por la comunidad internacional más grande del mundo? Me hace mucha gracia, porque solo podía ocurrir esto por la incapacidad cultural española de terminar las cosas. Salimos por patas en contra del Derecho Internacional y nuestras élites firmando acuerdos secretos que años más tarde comprometerán (o sea, hoy) la integridad territorial de España. Os lo contaré más adelante.
(FIN DEL APUNTE)
El último recurso que se encontró, y en abundancia, fueron los fosfatos. ¿¿¿Que qué son los fosfatos??? Van a flipar.
Los fosfatos son probablemente el recurso natural más valioso y más estratégico que pueda existir, porque de ellos depende la agricultura del planeta. Son la base de los fertilizantes. Para mí, eso los pone por delante del gas, del petróleo, del coltán y de lo que se les ocurra. ¿Saben dónde está la mina de fosfatos más grande del mundo?
En el Sáhara
¿Saben quiénes la encontraron y la pusieron en explotación?
Los españoles.
Apunto: los fosfatos también ocultan una cosita muy chula y muy estratégica, desde hace no mucho, que os contaré en siguientes partes. De hecho, de ello depende la viabilidad del Estado de nuestro vecino del norte.
Van a flipar. Les cuento cómo: Se encuentran, como he dicho, los fosfatos a 100 km. de la costa. Son de gran calidad y están prácticamente en la superficie, lo que los hace baratos de extraer. ¿Cuál era el problema? Que no existían infraestructuras para su transporte, ni tan siquiera un puerto donde cargarlos e introducirlos en el mercado mundial. Y ¿qué hicieron los ingenieros de un país que se respetaba a sí mismo y que creía que nada era imposible?
Pedir que les sujetaran el cubata.
Diseñaron y construyeron la mayor cinta transportadora del planeta, que a día de hoy aún funciona, para trasladar el mineral por un trazado a través del desierto de 100 km. hasta el puerto de Villa Cisneros, que se lo sacaron de la manga, en una obra colosal, en tiempo récord y con inversión netamente española.
Dicen que la muralla China es la única construcción humana visible desde el espacio. Pues explícame esta línea en el desierto, chino. (la importancia de las comas).
Se resume en esto: 1947- se encuentran fosfatos. Further research needed. 1962- El Instituto Nacional de Industria franquista encuentra el mayor yacimiento de fosfatos del mundo. 1968- Se crea la sociedad Fosfatos de Bucraa y se inicia la construcción de la cinta y el puerto.
La mina está operativa ya por 1972 generando perras pero coincide con la creación del Frente Polisario (guerrilla de corte socialista) que empezó a sabotear la infraestructura y a matar técnicos españoles.
Érase un hombre que el amor ansiaba,
con sudor su campo comenzó a trabajar.
Rezó al Cielo para que lloviera,
y así los frutos él pudo cosechar.
Todo esto buscó a Dios ofrecerlo,
y así ser digno de amar.
Pues todo hombre tiene corazón,
y todo corazón se tiene que llenar,
de sangre y nutrientes,
más sobretodo de Verdad y caridad.
Es por esto buen hombre,
no te dejes por los vicios arrastrar,
aférrate a la roca,
busca la virtud, y ahí gran amor hallarás.
Es quizá uno de los recuerdos más nítidos de mi niñez y quiero compartirlo con vosotros por su importancia en la forja del hombre en quien acabé convirtiéndome. Por la moraleja. Los muchos mensajes ocultos tras una pequeña anécdota infantil.
Estábamos sentados alrededor de la enorme mesa de mi tía. Habíamos acabado de comer, mi tío recogía los platos y a alguien se le ocurrió jugar a las cartas. Me enseñaron lo básico, echamos unas manos, todos lo pasábamos bien.
Encabezaba la mesa el venerable patriarca de los Torres, mi abuelo José. Impecable en traje y corbata, señoreaba las reuniones familiares sentado en una butaca de caoba, su butaca. Siempre pensé que su estricta forma de vestir, perenne tres piezas, formaba parte de la costumbre disciplinada de sus años marciales: luchó la guerra civil y después fue Guardia Civil hasta su jubilación.
Carraspeó al vernos poner varias monedas de cien pesetas encima del tapete.
No hizo falta más.
Ante mi sorpresa estupefacta, los adultos recogieron todo sin mediar palabra. Ni siquiera una mirada.
Cuando la mesa estuvo de nuevo limpia y los adultos se disgregaron por el salón a mantener sus propias conversaciones, el venerable José Torres me llamó con un gesto suave de sus manos pequeñas, delicadas, de anciano. Me acerqué obediente y me dedicó una perla de sabiduría que me ha acompañado toda la vida, un eje troncal quien acabé siendo:
Vitito —susurró. Jamás lo vi alzar la voz—, los juegos de azar destruyen familias.
La autoridad del veterano cabeza de familia era inapelable en el seno del clan. Iba más allá de tener su propio asiento y lugar en la mesa. Incluso en las conversaciones más ruidosas, sólo necesitaba mover el fino bigote blanco. El silencio se hacía de inmediato. Si quedaba algún despistado, cualquiera de sus hijos avisaba con un tajante: «¡Callad todos! Que va a hablar Don José».
A mí siempre me sorprendió ese trato, el respeto convertido casi en veneración. Sobre todo, porque José Torres no parecía un hombre estricto o imponente.
Sentado desde su butaca contemplaba las reuniones familiares con una sonrisa permanente en el rostro, los dedos entrelazados sobre el regazo, hablando con voz suave con un casi imperceptible acento gallego. Disfrutando desde lo más profundo de su corazón reunirse con sus hijos y nietos.
Los juegos de azar destruyen familias.
Es una frase sencilla. Un tópico incluso. Pero detrás había noventa años de vida. De sabiduría. De ver a ludópatas dejarse el dinero de la universidad de sus hijos en timbas, alcohólicos abrazados a la palanca de la máquina tragaperras, pobres diablos fundiéndose el sueldo en los galgos. De un hombre maduro adaptándose a vivir sin uniforme. De un padre de familia en traje verde oliva y tricornio viendo el mundo cambiar. De un joven con el fusil al hombro mientras los hombres mueren a su alrededor. De un ebanista adolescente uniéndose a un sindicato.
Los juegos de azar destruyen familias.
Y me doy cuenta del hombre tan afortunado que he sido. Crecí viendo a mi abuelo, teniendo acceso a sus consejos, a toda una vida de experiencias. Aunque no lo aproveché como debía, si obtuve cosas. Pequeñas perlas. ¿Cuántos ancianos se marchitan miserablemente en asilos? ¿Cuántos desperdician su sabiduría anclados a una butaca, solos, abandonados por hijos demasiado ocupados con sus trabajos, sus vidas?
¿Cuántos venerables José Torres se sientan a la cabeza de una mesa, impecables en su traje y corbata, a contemplar como su familia se reúne, calla cuando él habla, con sus finas manos de anciano entrelazadas y una sonrisa satisfecha en los labios?
Los juegos de azar destruyen familias.
Me pregunto a veces si esos juegos de azar eran los naipes. Si no nos estaremos jugando al azar nuestro futuro, nuestras familias, al renunciar a la sabiduría de nuestros ancianos. A quien beneficia que nos alejemos de los conocimientos pasados generación tras generación, nuestras tradiciones, nuestra cultura. Nuestro lugar en el mundo.
Pero, sobre todo, doy gracias a mi abuelo, sentado a la diestra de Dios, por el consejo. Una frase que es tanto en tan poco.
No me apetece darle contexto. Debería estar durmiendo, pero la inspiración de las cosas tristes se presenta siempre como el dolor que las precede: sin avisar.
Una tormenta de alfileres y puñales
se cierne sobre el corazón de la gaviota.
Se estremece el marinero
cuando la luna solitaria invade su pecho,
esa luna traidora.
¡Ojalá cayeran todas las estrellas
y le cubriesen la cara!
La mujer de sus suspiros se despidió desde un velero
y no la volvió a ver. El viento la arrastró.
El hijo rasgaba una guitarra
que murió en las llamas del recuerdo.
Sus cuerdas encendidas le rodean la garganta.
Un rayo partió la columna del viejo,
sus barbas se derritieron en lágrimas.
Un sollozo quebrado parte el alma,
hay un ángel solitario que no puede ayudar.
Grita perdido entre las sábanas de su lecho
asediado por una mente de raíces muertas,
unos ojos atornillados por manos ajenas.
Agarra los barrotes de la jaula suave:
no saldrá.
Una vez vio una gacela brincar majestuosa
y su memoria quiebra el alma.
Se derrama por los suelos,
dejando vacío al niño que llora en el muelle.
La viuda borracha les pegaba, les perseguía
con el palo afilado de una escoba.
La noche es escondite del que no sabe encontrarse,
allí la viuda no ve y las mariposas no engañan.
Oscuridad suave y metal frío, noche que llamo hogar.
Allí las nubes tapan la luna para que no me vea.
La ropa recién sacada de la lavadora calaba mi camisa favorita. La que, no hacía tanto, se ceñía alrededor del objeto de alguna que otra lasciva mirada. En ese corto trayecto hasta las cuerdas y las pinzas, casi a oscuras, repasaba aquel día de mierda.
Otra lucecita, que auguraba un nuevo zarpazo al bolsillo, se había encendido en el salpicadero del coche. Bronca con el jefe por haberme cambiado por tercera vez los cuatro días de vacaciones que me debía. Corriendo al Mercadona, hacer la comida, y volar al tajo de nuevo a aguantar las mismas caras. Las mismas conversaciones. Los mismos chistes sin gracia.
Y frío. Mucho frío
Abrir el buzón. Facturas. Más facturas. Otra más… lo normal. Y una cita del médico. De estas ya era la quinta en menos de un año. Odio que me exploren. Que me hagan pruebas. Que me mediquen. Pero, dadas las circunstancias, agradecido de seguir siendo cliente del doctor Wilsson.
Cuatro camisas. Dos pantalones. El juego de sábanas. Los boxer y una maraña indescifrable de calcetines. Cuelgo uno más y a dormir. No aguanto un minuto más en pie. Cierro la ventana después de precipitarse la última prenda patio de luces abajo. Es ritual.
Y al dar la vuelta, el leve halo de luz amarillenta de la farola toca su cara. Y se hace de día otra vez. Todo vuelve a cobrar sentido.
Boca abajo. Con las dos manitas cubiertas por su mejilla sonrosada. Una cara angelical que nunca osaría delatar el verdadero torbellino que escondía. Una energía desmedida, voraz y salvaje. La sed por aprender personificada en poco más de un metro de altura.
Me siento a los pies de la cama. Cansado. Agotado. Derrotado. Y me basta con mirarlo. Un minuto, diez, una hora… nunca me parece suficiente. Porque cada instante que lo miro me hago más grande. Me convierto en un puto gigante. Su gigante.
Y los gigantes no se cansan. Los gigantes siempre están ahí. Ayudando, riendo, contestando sus preguntas, arreglando sus trastadas, queriendo. Donde hay que estar.
Mañana, mientras desayunamos, me volveré a poner el disfraz de Rotenmeyer. Volveré a reñirle por tirar la leche y por volver a llegar tarde al cole al encantarse con los dibujos animados. Hasta volveré a tener ganas de estrangularlo.
Pero algún día le contaré la verdad. Que no soy ningún gigante. Que tan sólo aprendí a fijarme en él para parecerlo. Que él era la varita mágica que me mantenía en pie.
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