Birras y Divagaciones

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opinión

La individualidad uniformada

«Personaliza tu cuerpo». Así, de un modo tan impactante, se anunciaba una tienda o establecimiento donde se practicaba el arte del tatuaje. «Personaliza tu cuerpo»,  como si no lo tuvieras ya bastante personalizado con el color de tus ojos, con ese hueco tan característico entre tus dientes superiores o esos hoyuelos tan graciosos que rescatas cuando sonríes. «Personaliza tu cuerpo», decía el anuncio, dirigido, sin duda, a esos cientos de crédulos que tienen la necesidad de dibujar en su piel el rostro de un bebé con apariencia de muñeco diabólico, al protagonista de la serie del momento o la efigie de Espinete para recordar su alegre infancia (de la que muchos todavía no han logrado salir) para saberse únicos, inigualables, inimitables.

Imagen de MisterPitinger

          Comentaba con un  buen amigo el asunto este que traemos hoy entre manos mientras pisábamos con tranquilidad la arena de la playa. A un lado y al otro se tendían ante nuestras asombradas pupilas cuerpos semidesnudos, apenas un bañador o un bikini, pero arropados por la manta morellana de los tatuajes. Tatuajes de mil colores, tamaños y motivos. Aquí una Princesa Leia, más adelante un escudo del Real Madrid coronado con una copa de Europa, acullá un dragón chino sobre una piel mulata. Apenas contamos a una docena de bípedos implumes soleados al calor del Mediterráneo carentes de pintarrajos en su piel: Algún padre de familia asociado con el despiste, algún abuelo desnortado y una chica de Galicia con pánico a las agujas, que no a los tatuajes. Y no es cuestión de edad, como pudimos comprobar mi amigo y yo, pues abuelas de pelos de mil colores lucían su respectivo tatuaje, chavalines que apenas saben cómo se coge la máquina de afeitar, con brazos rebosantes de tinta azul o maduritas recién separadas con la riñonada decorada para la ocasión, que la pintan verde.

          Pero no he venido a esta tribuna a hablar de tatuajes, que muchos son hasta bonitos de ver, sino de ese afán terrible que los miembros de esta sociedad, ya no somos comunidad, por desgracia, por creerse únicos, irrepetibles. Los individuos nos empeñamos en ser individuales; que es algo parecido a que los simios se sientan monos o las cactáceas aspiren a convertirse en cactus, así, sin apenas necesidad de agua.

          Desde los púlpitos eclesiales, digo comerciales, se nos está bombardeando con las bombas racimo de la individualidad, de la exclusividad y también de la irresponsabilidad. A diario nos pueden sobrevolar cientos de aviones cazabombarderos que arrojan sobre nuestros cerebros miles de millones de pequeños artefactos que atentan directamente sobre la placa base de nuestros sentimientos y, sobre todo, de nuestras emociones. La placa base donde saben que es un acierto seguro. Son, como digo, miles de ataques que se perpetran a diario desde las bases militares de las redes sociales, los medios de comunicación subvencionados o incluso desde las marquesinas de los autobuses que nos llevan al trabajo para producir lo que luego consumimos. Ataques orquestados por las grandes empresas del sector de la publicidad, contratadas, claro está, por las multinacionales dispuestas a vendernos su producción anual entera.

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          Los ávidos publicistas han encontrado un filón en ese afán de sentirnos diferentes y lo están explotando no sólo hasta la saciedad, como cabría decir aquí, sino para un beneficio propio mayúsculo. La originalidad vende. Y lo saben. ¿Pero somos nosotros, humildes consumidores, conocedores de lo que vende? A veces me lo pregunto y la respuesta que tengo para ello es negativa.  Nosotros estamos tan enfrascados en nuestra individualidad que no caemos en la cuenta corriente de que estamos siendo manipulados para aumentar los beneficios de los cárteles, de los trusts o del looby empresarial mundial. Pero aumentamos esos beneficios no porque nos intimiden con la oscuridad del ánima de un cañón del 45, sino porque nosotros solitos y conscientemente, por ese anhelo de sentirnos diferentes al resto, compramos todo lo necesario para que nuestra identidad se muestre a los demás.

          El modesto consumidor ha dejado de adquirir esas prendas que le sientan bien, que son elegantes o que combinan con no sé qué camisa que ya cuelga en el armario de casa. No. Ha decidido que la prenda, una chaqueta acolchada, que ha visto que porta con elegancia tal o cual actor de Hollywood va con la identidad (¿propia?) y que nadie mejor que él va a saber llevarla. Probablemente le quede mal de narices y parezca más que un individuo, un pelele; pero, por Dios, respetémosle, que es su individualidad. Además es conocedor, o al menos debería serlo, que esa identidad que hoy paga con tarjeta de crédito no durará más de una temporada, pues en la siguiente estación el actor de Hollywood aparecerá en todas las marquesinas de autobús con otra prenda que también nos hará sentir únicos y  surgirá la necesidad de adquirirla y entrará en esa rueda de hámster de la que no se puede bajar sin aplicar un grado de cordura.

          El problema viene cuando este modesto consumidor, una vez calzada la prenda en cuestión, se dispone ufano a salir a la calle. En cuanto sus zapatos de gamuza azul pisan el hormigón de la acera, se percata que la chaqueta acolchada que le hacía único, exclusivo y se amoldaba con precisión a su personalidad la lleva puesta todo el mundo. Desde el avezado montañero que va por la acera vestido como si fuera a escalar el Picu Urriellu, hasta al madre que empuja el carrito de su bebé para llevarlo a la guardería, pasando por el jubilado que observa con detenimiento el avance de las obras públicas, o más bien privadas, de su barrio. Con solo poner el pie en la acera se ha desvanecido la individualidad de individuo que vive en una masa, que no comunidad, de ciudadanos.

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          Y digo prenda, chaqueta acolchada en este caso, pero bien podría haber dicho teléfono móvil, coche o chalet adosado con barbacoa. Cualquier cosa. Cualquier  cosa que nos vendan como exclusiva o como potenciadora de nuestra identidad personal e intransferible, como los tatuajes. Tatuajes que pensamos que son únicos y se rigen, como todo o casi, por las normas de las modas y, de este modo, puedes ver a miles de personas con las bolas de dientes de león expandiendo su semilla por los antebrazos. Pero, eso sí, se sienten únicas.

          La individualidad puede estar bien, no olvidemos que somos individuos, pero llevada a límites insospechados no sólo puede ser motivo de un artículo como este, sino que puede llegar a ser peligrosa. Cierto es que somos individuos, pero somos también, y necesariamente, seres sociales. Seres diseñados para vivir en comunidad. No lo podemos evitar, nos necesitamos unos a otros y para ello no hay mejor cosa que compartir nuestros anhelos y circunstancias con las personas que nos rodean.  Y sí, podemos dejarnos un trocito de individualidad que nos haga únicos, aunque esto ya los somos, para desarrollar nuestras capacidades o nuestras aficiones, pero sin perder la aguja que indica el Norte de la vida en nuestro barrio, en nuestra pequeña ciudad o en nuestro aún más pequeño pueblo. Hemos de ser conscientes que pertenecemos a algo, y ese algo nos aporta identidad, y ese algo está formado por personas que nos aprecian y a las que necesitamos. Por  mucho que los cazabombarderos de los holdings empresariales nos bombardeen la placa base de nuestros sentimientos y emociones, hemos de ser lo suficientemente fuertes para saber que somos individuos integrados en una comunidad, en muchas, y que esa comunidad nos va a contribuir a que nuestra vida se vea llenada de lo que nos hace falta de verdad, no engañiflas de medio pelo sin sustancia y con el único objetivo de convertirnos en esclavos de un consumismo feroz que nos aleja sin remedio de nuestros objetivos vitales. Que nos aleja de nuestra comunidad.

Nuevas palabras, viejos contextos

El lenguaje es un ser vivo. Un ser que se mueve con la agilidad y la destreza de una culebra  capaz de acomodar su cuerpo a las dificultades que el terreno presenta. El cuerpo del reptil se amolda de la misma manera que el lenguaje se adapta a la última ola del segundero que marca el ritmo de las modas. Nuestra lengua, y la de los sarracenos, y la de los países protestantes, sufre mutaciones asombrosas que en un principio chirrían como bisagras oxidadas y después, sólo en algunos casos, se quedan a vivir en la plácida comodidad de las páginas algodonosas de nuestro diccionario. Por tales motivos nos costaría entendernos, hablando la misma lengua, con un peregrino a Santiago del siglo XII, con el más pequeño de los hermanos Pinzón o con chaval enganchado a la heroína en el extrarradio de Madrid de los años ochenta. Pues nadie usa ya términos medievales, siglodeoroístas o el dabuten tío del descampado ochentero. Y sin embargo, es el mismo idioma.

            Existe otro factor bastante influyente, tangible e inexcusable, que es el maravilloso hecho de ir cumpliendo años. Con la edad se hace fuerte la comodidad y se tornan más y más difíciles las contorsiones de la culebrilla del idioma. Nos cuesta sobremanera entender algunos términos que la gente de generaciones posteriores utilizan con la soltura que les dan los años por cumplir, la enaltecida juventud. Los muchachos plagan sus conversaciones cotidianas con multitud de anglicismos (sobre todo), términos extraídos del lenguaje de las nuevas tecnologías o palabras formadas por siglas y su traducción. Verbigracia para esta última, no ha mucho un joven con el que entablé una animada e interesante conversación y no menos curiosa amistad me llamó cabra en uno de sus videos; yo, sorprendido aún por tal denominación, acudí al diccionario verbal de mi hijo adolescente quien me arrojó la luz debida: Cabra en inglés se dice goat, cuyas letras corresponden con las siglas Great of all times. Vamos, que en román paladino significa el mejor de todos los tiempos. Con esta rareza lingüística mi alma sufrió un fuerte ataque al corazón: sentí algo de enfado porque mi amigo me llamara cabra (loco como una cabra) y, una vez deshecho el tuerto, una intensa alegría de haber caído tan bien al joven amigo mexicano que me condecoró el pecho con la medalla de la orden caprina. 

Gracias Jarek.

            Estos términos tan profusamente utilizados en el día a día de la más tierna y, por otro lado, ablandada juventud portan en su tapa una inscripción donde figura su fecha de caducidad. Son términos con una esperanza de vida muy corta una vez que se pasen de moda y venga otra palabra más «moderna» e irrumpa con fuerza inusitada en las cuerdas vocales de nuestros jóvenes, dejando al término «antiguo» arrumbado bajo la manta zamorana del olvido. Otras palabras vendrán que buena te harán.

            Todo lo narrado hasta este punto es inevitable; es ley de idioma.

            Pero como todo en esta vida, merecida de vivir siempre, hay que ubicarlo en su contexto determinado. Si extraemos todos estos términos modernos del contexto en el que se alimentan y crecen, pierden todo su sentido e incluso la dignidad. Como las palabras no tienen por sí mismas dignidad, quien la pierde es el que las pronuncia. Con esto quiero llegar al quid de la cuestión (¡cuán poco se dice ya esto!), al epicentro del escrito que ante sus ojos, querido lector, he venido a exponer. No es igual que un joven recién salido de la adolescencia pronuncie las palabras bro, ramdom  o cualesquiera otras que utilizadas en el vocabulario juvenil cuando está sentado en un banco del parque comiendo pipas, vapeando o tomándose un zumo de esos que se beben con pajita, que lo diga un tipo de mediana edad, barriga advenediza y que luce un injerto capilar pagado en liras turcas. No. Está claro. Pero mucho peor, terriblemente peor, es ver a un ministro, a una eurodiputada o al alcalde de una ciudad dormitorio utilizar esos palabros de moda entre los quinceañeros con el objeto de intentar mostrarse más cercano a ellos y así su mensaje artero les llegue y, como no puede ser de otra manera, reciban el día de la fiesta de la democracia el voto de ese muchacho que sorbe con premura la pajita de su zumo antes de entrar en clase. Aunque vistamos con la seda de las palabras coloquiales juveniles a la mona del lenguaje taimado, taimado se queda y seguirá siendo el mismo perro sarnoso enjaezado con otro collar.

            Pero no sólo ocurre este hecho entre politicastros incultos, ahítos de poder y sin otra intención que continuar disfrutando de las prebendas que éste tiene. No. Todavía peor me parecen, quizá por mi condición de católico, esos curas modernos que, alejados del rito, acoplan su lenguaje al de los más jóvenes con la intención que se acerquen a la Iglesia y lo único que consiguen es que los muchachos huyan despavoridos. No se dan cuenta esos ministros de Dios que los jóvenes ya tienen bastante con hablar de ese modo en el parque y que lo que en realidad necesitan, aunque no lo sepan, es que se les trate de manera adecuada y que la misa sea una eucaristía y no un parque de atracciones. Para eso ya está el de la Casa de Campo, el Tibidavo o las ferias de pueblo.

Sangre a las hienas

No sé si habéis tenido alguna vez la experiencia de estar disfrutando tranquilamente de una puesta de sol o de una tarde de playa tomando algo con una persona querida. Calma, belleza por todos lados, silencio. Pura contemplación de la belleza. Y en medio de dicho locus amoenus aparecen infaliblemente las alimañas: gaviotas, cuervos, perrillos o lo que sean. La tentación es siempre la misma: les doy algo de comer, y así nos dejan en paz. Craso error. De primero de salir al campo. Nunca, jamás, en ninguna circunstancia. Las alimañas siempre vuelven. Las alimañas nunca quedan satisfechas.

Con bastante pena, leo en la prensa que las autoridades eclesiasticas han caído en el viejo truco de las alimañas. Primero les dieron dos difuntos, ahora le toca el turno a uno vivo. Ánimo con el posterior control de plagas. Porque las hienas nunca quedan satisfechas. La sangre llama a la sangre, y la de los inocentes clama al Cielo.

Me alegro por la Comunidad Benedictina de la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Digo que me alegro porque, gracias a Dios, su nuevo prior -el padre Alfredo Maroto- es un benedictino intachable y de profunda vida interior. También porque lo mismo se puede decir del padre Cantera, y de todos los demás hermanos que forman ese trocito de cielo que es la Abadía.

La vida tiene destellos curiosos a veces. Casualmente pensando en esta Comunidad me venía a la mente aquellos de proverbios 18:19. La versión más famosa es la versión de s. Jerónimo “Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma et judicia quasi vectes urbium” (los hermanos que se ayudan son como una plaza fuerte y las sentencias como las cancelas de una ciudadela”). Y aquí viene lo bonito del asunto. La traducción de la Nova Vulgata y la mayoría de traducciones modernas enmiendan la plana al bueno de Jerónimo y la frase ha quedado así “Frater, qui offenditur, durior est civitate firma, et lites quasi vectes urbium”: el hermano ofendido es más duro que una plaza fuerte y los litigios contra él como las cancelas de una ciudadela. Dios sabe más y Él sabrá qué nos dice el Espíritu en estas dos versiones. A mí, ambas me parecen profundamente adecuadas para lo ocasión.

Estoy convencido de que, a pesar de parecer humanamente imposible, la injusticia amuralla más ese bastión de Paz que es el Valle de los Caídos. Pero quien a hierro mata, a hierro muere. Mucho me temo que los mismos que han alimentado hoy a las hienas, mañana llorarán cuando vayan a por ellos. Porque, y para ir cerrando me repito, si algo sabemos es que la sed de sangre de las alimañas nunca se sacia. Mejor evitarlas. Mejor cerrar las murallas.

 

Hemos traicionado a nuestros hijos

Cuando el otro día me paré a escuchar una conversación entre los muchachos de clase de mi hija, la mayor, encajé la última pieza de un rompecabezas que llevaba una buena temporada estancado en un rincón de mi mente. Me di cuenta de repente:

Le hemos jodido la vida a los críos.

Les hemos jodido la vida con los puñeteros teléfonos móviles, alimentándolos con un catálogo cultural corrompido por la ideología progresista, arrojándolos a un sistema educativo que es pura ponzoña.

Les hemos jodido la vida siendo unos irresponsables, unos vagos y unos malos padres.

Las primeras piezas me las encontré hace casi una década, cuando la mayor me cabía en una mano. Nació tan pequeña y frágil que la tuvimos quince días en una incubadora y sólo podíamos verla unas pocas horas por jornada. Ya en aquel entonces me llamó la atención ver a madres dando pecho a sus bebés con un ojo puesto en las redes sociales. Haciéndose fotografías junto al aparato que mantenía con vida a su hijo.

Pasó el tiempo. Fieles a un pacto tácito, mi mujer y yo no pisamos un restaurante con nuestra hija hasta que no fue capaz de sostenerse en una trona por si misma. Y, si la aún bebé arrancaba a llorar, uno de los dos se levantaba, salía y la calmaba antes de volver a la mesa. Nadie merece amargarse una comida por unos padres irresponsables. Pero entonces observé estupefacto como muchos padres simplemente sacaban una tableta, ponían a Pocoyó en los morros de la criatura (amenizando con sus andanzas de paso la velada de todos los demás) y a su vez enterraban la cara en sendos teléfonos. O comían en silencio, ignorándose los unos a los otros salvo por la casual cucharada a la boca del absorto infante.

Esa tendencia sólo vi volverse más y más común con el paso del tiempo. Niños comiendo con la tableta delante, jugando a videojuegos diseñados para enganchar a adultos mientras recibían con expresión vacía el alimento. Críos bajando por un tobogán con el teléfono en la mano y los ojos fijos a cuanto en él sucedía. Adolescentes sentados en un corrillo silencioso, deslizando el pulgar hacia arriba en un descenso infinito hacia el abismo del contenido insustancial.

Tiktok, bailecitos, desafíos y cáncer intelectual inyectado directamente en el cerebro de tus hijos vía chute de dopamina barata, ¿no es maravilloso?

Pues el camello de tu hijo eres tú.

En aquel entonces, yo era el raro. Mis hijas ni se acercaban al teléfono móvil, tenían muy limitado el acceso a la televisión y veían los dibujos conmigo. ¡La cantidad de ponzoña que intercepté antes de que pudiese sembrar su venenoso mensaje en sus tiernas mentes! Volveré a esto más adelante. Decía, era el raro. Éramos, me corrijo, porque mi mujer siempre estuvo en mi equipo.

Los demás padres solían criticar nuestro exceso de celo. A veces con sorna, otras con acusaciones poco veladas de elitismo. Pero siempre considerándonos poco ortodoxos en nuestro proceder. Madres susurrando escandalizadas sobre el inhumano trato brindado a mis hijas. Lo que yo llamaba disciplina era, para el mundo, prácticamente un maltrato. Familiares burlándose por la insistencia con que recalcábamos el “por favor” y “gracias” en las interacciones de las niñas. Profesoras de guardería sugiriendo que un rato de tableta era positivo para nuestras hijas, potenciaba… Algo. No sé qué. Nunca les hice caso.

Esas madres susurrantes, años después, bromeaban (entre broma y broma, la verdad asoma) con mi esposa si podían dejar a sus hijos en nuestra casa para que los educásemos.

Los padres hemos traicionado a nuestros hijos friéndoles el cerebro con tecnología diseñada para engancharnos a los adultos. Los hemos vuelto yonkis de la dopamina barata, de la satisfacción inmediata, del estímulo constante. Les hemos privado de la disciplina, el esfuerzo y la educación a cambios de una hora de silencio para dormir la siesta.

Les hemos jodido la vida con el puñetero teléfono móvil.

No es menos pernicioso el tipo de contenido cultural con el que los hemos adormilado. Recuerdo a mi hija, en este caso la pequeña, llorando desconsolada la muerte del rey Príamo cuando les leía la Eneida antes de irse a dormir. El anciano, sólo, espada en mano ante los troyanos invasores, honorable en ese combate perdido de antemano, le recordaba a su abuelo.

¿Cuántos niños de su generación recordarán los cuentos de sus padres en lugar de la ubicua pantalla del teléfono móvil?

Desde que eran pequeñas me sentaba con ellas cuando veían los dibujos. Les recomendaba series de mi infancia, buscaba incansable alejarme de las modas o de la parrilla de las televisiones abiertas. Con el tiempo, las dejaba elegir por su cuenta, pero siempre conmigo cerca.

¡Qué bien hice!

Me faltan dedos en las manos para enumerar la cantidad de veces que una serie fue prohibida en casa. Dibujos animados cuyo simpático aspecto exterior esconde pura propaganda bajo la superficie. No recuerdo que las Tortugas Ninja necesitasen explicarme qué demonios es un pansexual, pero por lo visto hoy en día es imprescindible para la educación de los niños. O utilizar el contenido infantil para promocionar la homosexualidad.

Y es que hay una diferencia enorme entre normalizar y promocionar. Y, en cualquier caso, el ocio de los niños no es el lugar adecuado para ninguna de las dos.

Pero si no estás encima, se lo cuelan. En un momento de la vida de los críos en que su cerebro es una esponja, cuando son incapaces de discernir normal de anormal, bien de mal, correcto de incorrecto, llega un contenido creado y diseñado por individuos que consideran necesario machacarlos con sexualidad. ¡A los críos! ¡A los puñeteros críos!

Les hemos jodido la vida alimentándolos con un catálogo cultural corrompido por la ideología progresista.

Y eso es lo que ves. Lo que puedes controlar. Porque luego tus críos pasan ocho horas al día en una fábrica de mediocres cuyo único cometido es producir engranajes para un sistema decadente y corrupto: el colegio.

Puedes llevarlos a un colegio público para que los funcionarios a sueldo de los enemigos de todo lo que es bueno y bello envenenen sus cerebros en desarrollo con ponzoña ideológica de la peor calaña. O puedes dejarte la mitad de tu sueldo para que profesores se vean obligados a seguir planes de estudio creados y diseñados por la misma gente que paga a los funcionarios.

El resultado siempre es el mismo: mesas de cinco críos para que trabajen en grupo, incapaces de desarrollar cualquier tipo de individualidad y a merced de los que escurran el bulto para vaguear al límite de sus capacidades, siempre con una tableta a mano y libros de texto creados por quienes quieren quemarlo todo para reinar sobre las cenizas. En el mejor de los casos, tu crío llevará un retraso educativo de dos años respecto a la generación anterior y nunca alcanzará el nivel de nuestros padres.

En el peor, será incapaz de entender el contenido de lo que lea. ¡Si lee!

Les hemos jodido la vida arrojándolos a un sistema educativo que es pura ponzoña.

Siempre me sorprendió el entusiasmo con el que los profesores hablaban de mis hijas en el colegio. Destacándolas como las mejores alumnas de clase, esforzadas, inteligentes, trabajadoras, siempre las primeras en todo. Me sorprendió y generó cierto recelo a partes iguales: Dios sabe que la herencia genética que han recibido no da para tanto.

Pero con el tiempo, viendo el rompecabezas ensamblarse, voy entendiendo todo.

Mis hijas no destacan porque sean especiales, no. Lo hacen porque hemos convertido a los críos de su edad en yonkis de la dopamina con los ojos fijos en una pantalla, adoctrinados por los medios de entretenimiento y educados para que sean analfabetos semifuncionales cuyo único cometido sea echar una papeleta en la urna cada cuatro años movidos por los más básicos instintos.

Mis hijas destacan porque sus amigos sin incapaces de expresarse en un tiempo que no sea el presente. No pueden conjugar, a duras penas utilizan alguna conjunción.

Destacan porque su generación responde a preguntas haciendo emoticonos con la cara porque no han desarrollado la capacidad de expresarse con palabras. Hacen onomatopeyas en lugar de describir algo. Gesticulan en lugar de explicar qué sucede.

Si el habla es lo que separa al hombre del animal, cada vez somos menos hombres. Cada vez más animales.

Son la generación TikTok, joder. Son incapaces de describir porque todo es audiovisual, incluso el aprendizaje en el colegio. No pueden expresarse con palabras porque todo lo que ven son gente poniendo caras raras en la puta pantalla de un puto teléfono móvil. Se comunican con menos de cien palabras. Su capacidad narrativa y de comprensión se reduce a arcos argumentales de menos de un minuto, el contenido que consumen como yonkis en redes sociales. ¡Redes sociales en niños de menos de diez años!

Y ni siquiera entro a hablar de la pornografía. Daría para otro artículo.

Sólo un estúpido creería que esto es casual. En China, TikTok sólo muestra contenido cultural y motivacional. En Europa, adormece a los chavales con bailes estúpidos y desafíos que acaban con críos tirándose de un cuarto piso.

Sólo en Europa tenemos un sistema educativo basado en tabletas, libros de texto cuyo contenido consiste en la destrucción de nuestra identidad cultural y mesas de trabajo de cinco alumnos.

Solo en Europa nos hemos arrojado en brazos del móvil a cambio de conformismo, dopamina y comodidad, destruyendo a nuestros hijos en el proceso.

Me produces escalofríos pensar cómo cojones afronta los palos de la vida un chaval que sólo sabe comunicarse con emoticonos, hacer bailecitos de imbécil delante de una pantalla y tiempo presente.

Pensar qué cestos tejeremos con estos mimbres.

Les hemos arruinado la vida a estos críos por vagos. Por perezosos. Por comodones. Por hedonistas.

Les hemos arruinado la vida porque somos unos padres de mierda.

Sobre héroes y capas

Los muchachos leíamos los comics, veíamos las películas y las series setenteras y bajábamos a la calle con la pretensión de volar sin avión, escalar paredes de edificios sin pies de gato ni cuerda que nos asegurase o pilotar el batmóvil de nuestro monopatín de tabla estrecha.

La mancha que los libros dejan en la pared

En mi mesilla de noche velan mi sueño libros de Filosofía, compendios de artículos como los de Esperanza Ruiz y los de Carlos Marín-Blázquez, entre otros, y el Dardo en la Palabra de Lázaro Carreter.

La encina que podó mi abuelo

Con una frase en apariencia intranscendente, mi abuelo había apoyado en mí todo el peso de la Tradición perenne e inmanente a la comunidad de la que formamos parte.

El alma es de hierro

Soy un hombre simple. Y cuando un hombre simple razona conceptos complejos, debe llevarlos a su terreno. Al de los sentidos, la intuición, las sensaciones. Explicar abstracciones es más fácil cuando las acercas a lo concreto. A la realidad. A la cárcel de subjetividad impuesta a los hombres incapaces de alejarse de lo terrenal.

No puedo hablar con autoridad sobre iluminación. Sobre divinidad. Sobre espíritu. Sobre el alma humana. ¿Qué he de saber de esos temas, ni siquiera en lo académico? Nada, no sé nada.

De lo que sí sé es de frío. Del temblor de las manos de un hombre cuando se está congelando. De calor. De la mirada vacía de alguien deshidratado. De golpes. Del tambaleo torpe después de recibir un puñetazo inesperado. De cuanto está al alcance de una mano que es más cuero que piel, de unos ojos cansados perdidos en una noche oscura. De la luz roja de un cigarrillo en mitad de una ventisca. De lealtad de dentelladas, no de palabras. De dureza. Resistencia. Tenacidad.

De hierro. Os puedo hablar de hierro.

Digo, y lo hago porque necesito aferrarme a lo físico para entender lo espiritual, que el alma del hombre es de hierro. El alma del hombre es de hierro, sí. Lo es al nacer, por lo menos. Un hierro informe, tosco, bruto. Uno cuya función y destino dependerá de la mano que lo trabaje. De cómo lo cuide. O cómo lo maltrate. Y esa mano no siempre es la nuestra, porque no siempre somos nosotros quienes damos forma a nuestra alma.

Es una cosa curiosa, el hierro. Con la voluntad adecuada puede doblegar una montaña, pero una simple piedra puede partirlo. Enfría el hierro en exceso y se volverá quebradizo como el cristal. Caliéntalo demasiado, se desintegrará en una fina arenisca inservible, pero peligrosa. Si no lo trabajas, si no haces nada con él, se oxidará hasta pudrirse. Trata de doblegarlo a la fuerza preferirá partirse que cambiar de forma.

El alma es de hierro, sin duda.

¿Qué sucede cuando el alma de un hombre se vuelve fría, insensible? Que el hombre se acaba quebrando, haciéndose pedazos e hiriendo a cuantos lo rodean. ¿Y cuándo, llevado por las pasiones sin mesura, el hombre se calienta? Rabia, ira, lujuria, todas acaban con el hombre sucumbiendo al fuego y volviéndose peligroso, pero inservible. ¿Del hombre apático, arrinconado, abandonado a la pasividad? Envilece, extrañando un mundo que antaño comprendió y ahora no es el suyo, creando una corteza sucia y mezquina que mancha a cuantos intenten acercarse.

Pareciera con estas líneas que el hierro es el material más vil sobre la tierra. Y nada más lejos de la realidad.

 El hierro es capaz de las más grandes proezas. Con la voluntad adecuada. Pon el hierro al fuego. Atempéralo. Sácalo y, aún ardiente y luminoso, colócalo sobre otro hierro más resistente y golpéalo con un martillo. No sólo cambiará su forma, sino que también se endurecerá. Castígalo con mano firme, pero justa. Entiende cómo golpear, dónde, cuándo. Yunque y martillo enseñan, dotan al hierro de nuevas características. Resistencia. Flexibilidad. Le dan forma. Caliéntalo de nuevo, enfríalo en aceite. Hazlo duro donde golpea, flexible donde soporta golpes.

La fragua son experiencias. Cuanto más frío vivamos, más agradeceremos una ducha caliente. Cuanto más calor, mejor nos sabrá el agua. El sufrimiento nos prepara para la incomodidad, el terror nos hace inmunes al miedo. La fragua prepara al hierro, pero son el yunque y el martillo quienes lo moldean. El yunque son nuestros padres. Hierros más duros, más gruesos, inamovibles e indestructibles. El martillo, sus lecciones.

Juntos, padres, lecciones y experiencias, moldean el hierro. Lo convierten en lo que necesita ser.

La labor del padre no dista, pues, demasiado de la del herrero.

El alma del hombre es hierro y la labor del padre es la del herrero.

Un pensamiento simple para un concepto complejo.

Punto de no retorno

Europa ha llegado al punto de no retorno. Mientras los europeos sufrimos día tras día las consecuencias que ha traído la inmigración nada descontrolada -en una suerte de tráfico de personas a escala industrial completamente promovida e insitucionalizada- los medios, esos centros distribuidores de la propaganda estatal y el gran capital, nos culpan por quejarnos. Y además, en el Reino Unido -y no sólo- se nos amenaza con las penas más altas invirtiendo la culpa en nosotros, en una operación de luz de gas de escala global.

Contrariamente a lo que rezan los lemas de campaña de la escasa y tibia oposición, la inmigración que desde hace décadas inunda Europa no es descontrolada. Es un diseño que interesa a los estados, con el pretexto de la quiebra de las pensiones y con el trasfondo de crecer de forma mórbida para sustituir cualquier atisbo de refugio contra su hegemón. Y es un diseño que interesa al gran capital para disparar beneficios depauperando a la población, igualándola por abajo y haciéndola aceptar condiciones desesperantes.

Esta repulsiva alianza en España se materializó por obra y gracia del abrazo fraterno entre populares y socialistas. Este diseño tiene varios padres que son superiores jerárquicos de estos dos, pero uno de las primas más importantes, siguiendo con el símil familiar, fue la obra del gobierno del señor Aznar, que luego perfeccionaría el señor Zapatero. Si bien es cierto que el grueso de nuestra inmigración proviene de nuestros hermanos espirituales, también cada vez más sentimos la invasión de nuestros vecinos musulmanes.

El problema está aquí y nadie puede negarlo, por más que intenten hacernos dudar de nuestros propios ojos aludiendo al comodín de la desinformación de Putin. Pero veo con preocupación los levantamientos del pueblo anglo. Si bien me encantaría poder decir a pleno pulmón, parafraseando al señor de Ferraz, que por fin «¡Europa ha despertado, hijos de puta!», veo en el modus operandi de los que nos gobiernan la pinza perfecta que necesitaban para imponer el orden en el caos. Un orden neocovidiano que aplaste con todo el peso de la bota del Estado (y dentro, el pie de los que de verdad mandan) a cualquier lícita resistencia.

Cuando era chaval me encantaba pasar las sobremesas con un juego de mesa que se llamaba “Asalto al poder”, cuya meta era enriquecerse lo más posible usando todo tipo de pufos. Una de las cartas más codiciadas del juego era la del hombre de paja, que cargaba con todas las culpas librándote a ti de cualquier juicio. Esa carta referida al islam ya ha sido empleada en el pasado para justificar la «guerra contra el terror», librando a su portador de cualquier juicio serio y permitiéndole iniciar al menos dos guerras en ultramar sin arquear una ceja.

Insisto en que el problema es real, y produce satisfacción ver la unión de enemigos íntimos y la respuesta violenta de quien ya tiene poco que perder, como hemos visto estos días, pero… ¿Estamos mirando de verdad al culpable? ¿nos preguntamos realmente quién ha promovido todo esto? ¿se está volviendo a usar de nuevo esta carta como fermento de la aprobación social que se necesita para la vuelta de tuerca definitiva en la tiranía de los Estados y también para iniciar una nueva guerra donde mandar a los europeos a morir? ¿nos hemos fijado en si estos diseñadores tienen en ciernes un objetivo real y palpable, que haga el papel de un nuevo Irak?

Con la bolsa cayendo, los CEOs de megaempresas proverbiando en tuiter, la incertidumbre de lo que pasará en noviembre en USA, el problema enfermizo de la emisión infinita de deuda… dan ganas de hacerse con un terrenito en el monte con un huerto, unas gallinas y un muro muy alto. Pero ni eso podemos la mayoría.

El panorama desolador que tenemos enfrente requiere el ejercicio de preguntarse a uno mismo la cuestión de quién tiene la culpa, para poder hacer el diagnóstico correcto. Pero no sólo. Es necesaria también una mirada introspectiva. Para cualquiera que no esté infectado del mundo moderno, e incluso para muchos que sí lo están, es innegable la dimensión espiritual de la vida. Para los católicos, como nos recuerda el catecismo, las personas estamos hechas a imagen de Dios y nuestra propia naturaleza une el mundo material y el espiritual. Por tanto, sería un error que, al hacer ese esfuerzo por ver más allá de la gran obra de teatro que es la actualidad de este mundo, sólo lo hiciéramos en clave material. Y de poco nos va a servir volcar nuestra ira en redes si descuidamos la salud de nuestro espíritu.

El antídoto definitivo para lo que nos desespera todos los días no es otro que Cristo. El tiempo que tenemos aquí se pasa rápido y aunque debemos trabajar por dejar un mundo mejor a nuestros hijos, con uñas y dientes si hace falta, tenemos que recordar que no somos del mundo y que nuestra verdadera patria está en el Cielo. Y para poder llegar allí, donde sí que debemos montar ese terreno de paz con muros altos para que no pase el enemigo es en nuestra alma. Al final ganamos los buenos, pero es que además, «ya hemos ganao».

Peleles

Una tras otra, no hay una sola decisión tomada por Pedro Sánchez que haya sido en interés de España y de los españoles. Quien está al frente del Gobierno de la Nación tiene un único desvelo, su yo. Es un hombre singular, nunca ha dedicado un pensamiento al nosotros –el pueblo–, salvo cuando esa persona plural son quienes garantizan su posición. Ahora bien, para atender al único beneficio de su yo, el señor Sánchez es siervo de quienes le hagan señor de los demás. No se le conoce honra ni honor, sólo perfidia.

La granujería, como el timador, sólo experimenta la audacia cuando detecta debilidad en su víctima. Gente ociosa y bribona –una leída y otra analfabeta coleccionista de títulos académicos– ha creado la idea de que España no sabe quién es ni si existe. Así estamos desde el desastre de 1898, que se nos ha cronificado hasta alcanzar el siglo XXI. Salvo unas décadas por aquí y alguna otra por allá, son ya más de 120 años de españolísimo cultivo de animadversión a la españolidad.

De aquí viene que para gobernar la España del 78 haya que ser un doble pelele. A nivel interno, un monigote federalista; a nivel externo, un títere de los intereses de terceras potencias y hasta de corporaciones privadas.

Fronteras

El ordenamiento español está diseñado para disolver España. Esta es la razón por la que el foro público sólo debate de fronteras para adentro. Lo que debería ser mero orden público mediante la observación de la Ley es desestabilización nacional a causa de su cumplimiento. El señor Sánchez está sometido en lo nacional a los golpistas, terroristas y separatistas, de quienes ha hecho sus únicos aliados posibles. Así se puso a sí mismo a la vanguardia del bloque federalista, que trabaja en conjunción con las ambiciones personales de todos los caciques regionales del 78. De todos.

El pérfido de la Moncloa –el actual y cualquiera que le siga con este ordenamiento– no sólo es un pelele en manos de los enemigos interiores. También es una marioneta de fronteras hacia fuera. El señor Sánchez ha ejecutado en el concierto de las naciones un crecimiento exponencial de la irrelevancia de España. Han hecho de ella una títere internacional. Aunque en esto está acompañada de no pocas naciones occidentales con más ínfulas que capacidad de acción geopolítica. En los últimos años hemos asistido a la privatización de los intereses nacionales. Esto es, a la subordinación de las naciones –libertades y derechos– a la conveniencia de las mayores compañías mercantiles de la Historia.

Los Estados occidentales se han desentendido de sus intereses nacionales en favor de los de las firmas que han puesto el dinero –y los trapos sucios– para aupar a sus cargos –y controlar–a sus gobernantes [carcajadas BRICS aquí]. El Islam se va a comer a Europa mientras sus traidores quieren que su vileza sea adulada como bonhomía. El colapso de Occidente es el de sus valores. Su única esperanza de salvación es la reacción de sus Naciones contra sus Estados moribundos.

28 de julio de 2024

III Capea Popular Terra Ignota

Posiblemente ya hayas visto que el sábado 13 de septiembre tendrá lugar la III Capea Popular Ignota.

Desde Terra Ignota pondremos cervezas y bebidas variadas, 2 macropaellas, algo de aperitivos y copa para todos.

Cada participante, familia o grupo puede traer cosas para compartir con todos: viandas de la propia tierra, aperitivos, comida para la barbacoa (habrá fuegos a disposición de todos), pan para un regimiento, postres o lo que permita la imaginación, las posibilidades y la situación.

Nos vemos pronto,
Los Ignotos

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