Desconozco si era más por mi juventud o por la escasez manifiesta de aparatitos tecnológicos dotados de memoria interna, pero hubo una época en la vida en la que me sabía de memoria una miríada de números de teléfono. De casa, de tíos, de abuelos residentes en el pueblo, de amigos, de hermanos emancipados, de chicas con las que nada cuajó, de novias en las que uno depositó toda esperanza, de departamentos oficiales y de clubes privados que tenían el dudoso mérito de aceptarme entre sus miembros. Verbigracia.
Todos estos números de teléfono, fijos claro, tenían cabida sin duda ni remedio en el disco duro de nuestras seseras. Podíamos viajar, hacer el Camino de Santiago o solazarnos en cualquier playa ibérica y si teníamos o nos surgía la necesidad de comunicarnos con alguien conocido o querido, no teníamos más que localizar una cabina y llevar en el bolsillo una moneda de cinco duros para establecer conexión con el número que atesorábamos entre los pliegues de nuestra materia gris. Al otro lado del hilo se acunaban nuestras palabras en los oídos de aquella novia en la que habíamos depositado toda esperanza.
Eran años en los que la memoria tenía que ser trabajada. Estudiábamos largos tochos de Historia, guardábamos esa información en nuestra memoria a largo plazo para vomitarlo todo en las hojas pautadas de un examen que nos subiría la nota para poder acceder a la carrera universitaria deseada. Nadie nos tenía que recordar, vía mensajería instantánea, que habíamos quedado para salir o para ver el fútbol o para ir al cine. Las agendas, de celulosa y papel, se consultaban a primera hora de la mañana, se aprendía uno lo anotado y se hacía trabajar a la memoria el resto del día.

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Recuerdo que entre los amigos competíamos a ver quién era capaz de acordarse de las fechas importantes de la Historia: la batalla de las Navas de Tolosa y su carga de los tres reyes, el nacimiento de Cervantes o la firma de la Paz de Versalles. De aquellas justas memorísticas a veces salía uno victorioso y otras, las menos en mi caso, derribado del caballo. Es más, hay veces que rebusco bien en los vericuetos de mi memoria a largo plazo, saco a relucir muchas de esas fechas ante la mirada de este tío está loco de mi heredero.
Después de saberme un túmulo de fechas históricas, incluso de cumpleaños de gente cercana y lejana, descubrí que el verbo memorizar ha sido sustituido por el verbo consultar y que el mundo vive descastado de los tres tipos de memoria.
La memoria inmediata o a corto plazo no es más que un chispazo, un calambre que fugaz atraviesa nuestro cerebro y tal como entra sale, sin dejar rastro de su paso. Es la memoria del instante, de ese número de DNI que te pide el funcionario del vuelva usted mañana para teclearlo y arrojarlo al archivo vertical del olvido. Es tan útil como poco duradera.
Por otro lado, la memoria a medio plazo es el puente de grandes ojos que une a la de corto con la de largo plazo o la de esas cosas que queremos recordar hasta el día que nos abandone la última molécula de oxígeno respirada. Es la más importante de las tres, pues si no se asientan bien los golpes de esta, no tendrán cabida en la de largo alcance.
En la memoria a largo plazo es el lugar donde guardamos esas historias que nos contaban nuestros abuelos y que nos sirven para ubicarnos en el espacio y en el tiempo, en el linaje y en la tradición; la misma donde se ubica el atambor que perdió Almanzor en Calatañazor o la fecha y hora exacta en la que cada uno de nuestros herederos universales entonaron (pues a música celestial sonaban) sus primeras palabras. Es el grupo muscular más grande y más fuerte, el que tiene la capacidad de aguantar más peso y de propulsarlo más lejos, pero que sin las otras dos memorias carecería de la creatina que fortalece y aumenta el músculo.
Como decía al principio, tras la avalancha o invasión de aparatitos dotados de memoria interna (y artificial), la memoria natural, la nuestra, enflaquece sobremanera. A ello habría que añadir que la estresante manera de vivir que nos ha tocado, la inmediatez, la vida sin freno, sin silencio, sin conocimiento interior de nosotros mismos se convierte en ese tejido adiposo que cubre por completo los músculos memorísticos.
Pero ahí no queda la cosa. Los prebostes políticos de nuestra adorada democracia, tan demócratas ellos, han decidido de manera unilateral que la musculatura de nuestra memoria (histórica la llaman) se vea aún más reducida gracias a unas maquiavélicas maniobras destinadas a que se generalice el olvido entre nosotros. Sabedores de la potencialidad de nuestros recuerdos, y de los de los demás, realizan una serie de manipulaciones, en algunos casos bien burdas, para crear una capa de grasa corporal que abniegue nuestra memoria. Si ahora les interesa que el pueblo, (ellos, alejados de toda concepción de linaje o estirpe, lo denominan con la neutra ciudadanía) no debe acordarse de que no ha mucho una parte de la población vivía con escolta debido a su cargo o, peor todavía, por gritar a los cuatro vientos la Verdad, pues lo borran de los diarios subvencionados, de las tertulietas igualmente subvencionadas o de los libros de texto de los estudiantes españoles. Si tampoco interesa, a ellos ansiosos de todo poder, que se sepa o se recuerde que unas décadas atrás los miserables de la ETA secuestraron a un joven vecino del País Vasco, de ideas políticas contrarias a las suyas, para intentar sojuzgar a toda una nación, a todo un pueblo antropológicamente unido desde la Antigüedad, con sus viles exigencias y que, pasados tres días, le descerrajaban dos tiros de pequeño calibre para aumentar así su agonía, pues no le rinden el debido homenaje. Y si se realiza alguno y se les dice las verdades del barquero, pues se levantan y huyen de allí. Si es menester, también pasan con el rodillo de la pátina del olvido sobre los cadáveres de los niños asesinados, de policías y guardias civiles e incluso de soldados de reemplazo a los que en el pueblo les esperaban esas novias en las que habían puesto toda esperanza. Novias viudas, Padres huérfanos. Hijos desolados.

Pero las cuestiones de cama y poder son inescrutables. Y donde dije digo, digo Diego. Y hacen olvidar a los militantes de su propio partido que una de las últimas víctimas de la locura terrorista etarra era un humilde concejal de su partido. Un humilde padre de familia. Una familia traicionada del todo. Traicionada por los suyos, que es la más vil y dolorosa de las traiciones. Todo ello para meterse en la cama con la casta maldita de los terroristas y poder así guarecerse del frío con la manta corta del poder. Pero lo que tienen las mantas cortas es que si te arropas la cabeza, dejas los pies al aire. Y si te cubres los pies es la cabeza la que queda descubierta y así, teniendo a quien se tiene de compañero de cama, es fácil que se la vuelen, como es su costumbre.
